Las desapariciones forzadas y detenciones arbitrarias constituyen una violación directa del derecho a la libertad personal y al debido proceso| FotoArchivoLos informes presentados el pasado 16 de diciembre por el alto comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Volker Türk, sobre la situación en Ucrania causada por la invasión de Rusia, y la situación en Venezuela, describen contextos distintos, pero un patrón de fondo inquietantemente similar.
En ambos casos, los Estados bajo investigación no solo violan los derechos humanos de forma grave y sostenida, sino que rechazan activamente el escrutinio internacional de la organización multilateral de la que voluntariamente son parte. Bloquean, obstaculizan o deslegitiman el trabajo de la ONU, y con ello se burlan de toda la comunidad internacional agravando el sufrimiento de las poblaciones contra las que embisten.
Se pretende con este desafío continuar vaciando de contenido al organismo internacional que nos cobija a todos desde hace casi ochenta años. Apuestan a mellar su credibilidad como parte de una estrategia compartida por las dictaduras. Sembrar el caos, la falta de esperanza, para seguir avanzando en su proyecto global, que no es otro que un nuevo orden internacional a su medida.
Ante esto, la ONU, y en este caso particular, la Oficina del Alto Comisionado, sigue proporcionando datos sólidos y conclusiones claras. Mantiene su vigilancia para proteger y promover los derechos humanos.
En Ucrania, la Oficina del Alto Comisionado ha llevado a cabo más de 1.150 misiones de monitoreo y más de 11.100 entrevistas desde el inicio de la invasión rusa a gran escala. Todo ello en medio de un conflicto activo. En Venezuela, la situación es aún más elocuente: ya no queda personal internacional de derechos humanos sobre el terreno, tras la negativa reiterada del régimen a conceder visados. La ausencia no es técnica, es política. Más bien, un intento de extorsión internacional como el que despliegan con los presos extranjeros para mantener a raya a sus gobiernos.
Casi cuatro años después del inicio de la guerra, la situación de la población civil ucraniana se agrava. Los datos presentados por Türk muestran un aumento del 24% en las víctimas civiles respecto al año anterior, impulsado por el uso intensivo de misiles de largo alcance y drones por parte de las fuerzas rusas. Los ataques ya no se concentran en el frente. Alcanzan todo el país. Ninguna región es segura.
El ataque masivo del 19 de noviembre de 2025, con cerca de 500 drones y misiles lanzados de forma coordinada, resume esta lógica. Edificios residenciales destruidos. Al menos 38 civiles muertos. Decenas de heridos. Infraestructuras energéticas sistemáticamente atacadas, dejando a millones de personas sin electricidad, calefacción o agua potable en pleno invierno. No es un daño colateral inevitable. Es una clara estrategia de quietud que castiga a la población civil.
El informe es aún más grave cuando aborda la situación de los prisioneros de guerra. La ONU ha documentado la ejecución extrajudicial de al menos 96 prisioneros ucranianos desde el inicio de la invasión, así como el uso generalizado de la tortura, incluida la violencia sexual. También se recogen abusos cometidos por fuerzas ucranianas, un elemento clave que desmonta cualquier acusación de parcialidad. La diferencia es clara: mientras la ONU documenta y exige responsabilidades en todos los casos, la Federación Rusa niega la cooperación, desacredita los informes y rechaza cualquier forma de rendición de cuentas.
En Venezuela, por su parte, no hay misiles ni drones, pero la violencia del Estado adopta otras formas igualmente devastadoras. Las restricciones a la libertad de expresión y de reunión se han intensificado. Las detenciones arbitrarias continúan y aunque han liberado a algunos presos políticos, se mantiene la práctica de la puerta giratoria. Las desapariciones forzadas continúan como práctica recurrente. Todo ello amparado en leyes antiterroristas ambiguas, opacas y deliberadamente amplias, que facilitan el abuso.
La militarización de la vida pública avanza. Existen denuncias de reclutamiento forzado, incluso de adolescentes y personas mayores. Se promueve la delación entre vecinos y familiares mediante aplicaciones estatales. El miedo se convierte en política pública. La autocensura, en mecanismo de supervivencia.
Las condiciones de detención son alarmantes. Falta de alimentos, de medicamentos, negación de visitas familiares y personas mantenidas incomunicadas durante meses en centros como El Helicoide o Rodeo I. El Alto Comisionado señala que su equipo conoce de al menos cinco personas han muerto bajo custodia tras las elecciones de 2024, incluido Alfredo Díaz, un dirigente político y exgobernador de Nueva Esparta, cuya salud se deterioró gravemente en prisión. No por accidente, ni negligencia, sino como estrategia.
A esto se suma una práctica particularmente cruel: las represalias contra familiares de personas consideradas disidentes. Mujeres, niños y ancianos detenidos como forma de presión como mensaje claro dirigido a toda la sociedad. Nadie está a salvo.
Venezuela no vive una guerra internacional, pero el deterioro de los derechos fundamentales es igualmente profundo.
Aquí emerge el paralelismo central entre Rusia y Venezuela. No es sólo la comisión sistemática de abusos graves. Es la negación sistemática del problema. Ambos Estados rechazan las investigaciones internacionales, cuestionan la legitimidad de la ONU y presentan el escrutinio como una injerencia intolerable. Es una estrategia conocida. Sin observadores, no hay relación. Sin relación, no hay responsabilidad.
Conviene recordar un dato que suele omitirse. La ONU no actúa desde una posición de comodidad ni de abundancia. Investigue con presupuestos cada vez más ajustados, con personal limitado y en condiciones extremadamente restrictivas. Aun así, los informes existen, los datos son verificables y las conclusiones difíciles de ignorar.
Resulta profundamente paradójico –por decir lo menos– que quienes más desacreditan a la ONU sean quienes más obstaculizan su trabajo. En Ucrania, el acceso a territorios ocupados es severamente limitado. En Venezuela, la presencia internacional ha sido expulsada de facto. Y aún así, con recursos escasos y bajo presión constante, la ONU sigue documentando, informando y dando voz a las víctimas.
Ese esfuerzo merece algo más que el silencio. Merece respaldo político y recursos suficientes.
Negarse a ser investigado no es un acto de soberanía. Es una señal inequívoca de desprecio por los derechos humanos y de temor a la verdad. Es un mismo patrón de impunidad.
Y también es una confesión de culpa.
La comunidad internacional debería entenderlo así, y actuar en consecuencia.