Son las doce del mediodía y los estudiantes del colegio Emiliano Santiago Quintero, en Teorama, en Norte de Santander, a seis horas de Cúcuta, guardan los cuadernos para terminar la jornada. La sede, con su corredor que da al parque principal, tiene una puerta angosta donde esperan los padres. Pero la tensión se impone. Los docentes detuvieron la salida. Afuera, uniformados avanzan por el parque y las calles cercanas.
El rector Humberto Trillos observa la escena con angustia. “Un problema que tenemos ahora es que la Fuerza Pública comienza a patrullar justo cuando los estudiantes van a salir. Entonces nos avisamos para no exponer a los niños, Dios no lo quiera, a un acto de violencia”, explica.
En el corregimiento de Aguas Claras, Ocaña, enseña Henry Carrascal, docente. Foto:cortesia
En este municipio, los francotiradores han asesinado a policías en varias esquinas. El ataque más reciente ocurrió en febrero de este año, dos meses después de que el comandante de la estación fuera asesinado de la misma manera.
A media hora del casco urbano, en la vereda El Farache, seis estudiantes esperan a José Trinidad Ortiz, maestro desde hace cuatro décadas. Enseñó entre 1999 y 2006, los años más duros del paramilitarismo y ha sobrevivido a los recientes enfrentamientos. “Nos ha tocado educar en medio de la guerra y del abandono. Pero la escuela sigue siendo el lugar donde se puede soñar”, dice.
El profe Chepe, como le dicen sus estudiantes, también es líder comunitario, pintor y artesano. Guarda recuerdos marcados por veredas, ríos y trochas donde ha enseñado con pizarras rotas, pupitres torcidos y el rumor lejano de un fusil. “Uno quisiera dedicarse solo a los niños, pero el contexto obliga a estar alerta. Uno enseña y mira la puerta”, dice.
Docentes por la vidaEl 16 de enero de 2025, la escalada de violencia entre el Eln y las disidencias del frente 33 reactivaron los desplazamientos y la zozobra. En el corregimiento de Aguas Claras, Ocaña, las clases se convirtieron en refugio para quienes huían. Allí enseña Henry Carrascal, licenciado en Matemáticas y Física. “Son jóvenes nobles que sueñan con estudiar, pero muchos padres temen dejarlos ir. Si el hijo se va, ¿quién trabaja la finca?”.
En su colegio, sin laboratorio, sin materiales ni coliseo, él inventó: laboratorios improvisados, balanzas con tapas y ciencia hecha con imaginación. Junto a sus estudiantes crearon una máquina para extraer fibra de botellas PET, con la que obtuvo el segundo puesto en el Concurso Nacional de Mediación Escolar del Ministerio de Justicia. “Nosotros administramos miseria”, dice Henry, aunque su ingenio no se agota.
Los docentes del Catatumbo no solo enseñan: contienen, escuchan, medianan. “Hay estudiantes que llegan llorando por enfrentamientos cerca de sus casas; algunos ni siquiera saben si sus papás están vivos. Nos toca calmarlos, abrazarlos”, añade.
Leonardo Sánchez, presidente de la Asociación Sindical de Institutos Nortesantandereanos (Asinort), lo llama “una resiliencia permanente”. “El maestro que llega desplazado hoy puede estar huyendo mañana. Cambian de lugar, pero no de riesgo. En el Catatumbo, enseñar es, ante todo, sobrevivir”.
Sánchez habla desde la experiencia de haber escuchado a cientos de maestros en crisis. “Más del sesenta por ciento presenta afectaciones de salud mental. Hay ansiedad, insomnio, agotamiento. Y aún así siguen”.
Niñas disfrutan del recreo junto a las montañas Foto:cortesia
El Catatumbo, con once municipios y más de 45.000 estudiantes en 954 sedes educativas, sigue siendo escenario de múltiples actores armados. Para Juan Carlos Quintero, coordinador de la Asociación Campesina del Catatumbo (Ascamcat), los maestros son quienes sostienen el tejido comunitario. “Sin los profesores, el Catatumbo se apaga”.
Pero la amenaza persiste. El secuestro de Yuleima Duarte en Convención recordó que enseñar aquí sigue siendo una labor de alto riesgo. La docente permaneció en cautiverio durante nueve días y fue liberada el 10 de octubre.
La secretaria de Educación departamental, Laura Cáceres, reconoce que casi doscientos docentes han sido reubicados por amenazas este año, muchos cargando miedo y una maleta. Además, los orientadores no alcanzan para todas las escuelas.
“Hace poco una niña resultó herida por el roce de una bala en su cabeza, la menor sobrevivió porque la comunidad escolar ya había practicado protocolos de emergencia”, afirma Cáceres. En el Catatumbo, prepárate para la guerra hace parte del currículo.
En algunas veredas, por seguridad, las clases se dan en las casas. Son 33 docentes caminando de vereda en vereda. En otros parajes, los jóvenes celebran poder terminar el bachillerato sin viajar horas. “Tenemos sedes con cinco niños y allá está el docente. Queremos que nadie se quede sin estudiar”, agrega.
El conflicto en las aulasEl diagnóstico nacional confirma lo que padece esta subregión. Entre 2020 y 2024, Unicef verificó 152 ataques o usos militares de escuelas en Colombia. En 2024, cada seis días una escuela fue atacada o utilizada para fines no educativos. Al menos 7.024 estudiantes y docentes resultaron afectados.
En el Catatumbo, esa tendencia siguió este año, con interrupciones de hasta tres meses por desplazamientos o secuestros. “Hay denuncias de escuelas minadas”, advierte Ascamcat.
Más allá de Teorama, el río y la espesa selva empujan hacia la frontera, hacia Tibú. Allí estuvo Eddy Contreras, psicólogo y líder de la Red de Orientadores del Catatumbo. En su memoria hay escenas imposibles de olvidar, como el secuestro de dos estudiantes o el de un colega, obligado luego a abandonar la zona.
Pero la historia que más la persigue es la del estudiante que perdió el año tras ser secuestrado. “Lo dejó libre un sábado y el lunes estaba en el salón. No recibió acompañamiento. Lo revictimizaron”, recuerda.
Para Olga Marina Sierra, investigadora de la Universidad Francisco de Paula Santander, el Catatumbo no solo sufre la violencia, sino la doble marginalidad de ser rural y fronterizo. “Los jóvenes crecen entre la inseguridad y la economía informal. Los docentes deben adaptar métodos y enseñar con una empatía enorme”, afirma.
Casco urbano de Teorama, Norte de Santander Foto:cortesia
Aun así, insiste en las potencialidades. “Hay jóvenes que están transformando el cacao en productos exportables, o investigando sobre el territorio. La frontera no es sólo límite; también es posibilidad”, explica la docente.
horizonte de esperanzaEn 2025, la política pública intenta abrir horizontes. El Programa de Admisión Especial con Enfoque Territorial (Paet) permitió que 34 jóvenes del Catatumbo ingresaran en agosto a la Universidad Nacional.
“Por años, cuando se hablaba del Catatumbo, solo se pensaba en conflicto y narcotráfico, y la respuesta del Estado era la acción militar. Ese es el pasado. Hoy el cambio significa que la seguridad también es educación y salud”, afirmó el ministro Daniel Rojas.
Hasta septiembre, 73.300 personas habían sido desplazadas y 11.490 confinadas en Norte de Santander, según la Defensoría del Pueblo. Óscar Aldana, rector del colegio Julio Pérez Ferrero en Cúcuta, señala el reto de recibir estudiantes del Catatumbo: “Se requiere una alta capacidad pedagógica para atender a quienes vienen del sector rural. La permanencia es el primer desafío”, explica.
Aldana insiste en que el docente que mejor comprende la ruralidad es quien pertenece a la región. La Defensoría lo entendió y, desde 2016, ofrece un diplomado para maestros del Catatumbo en comprensión del conflicto y convivencia.
Mientras tanto, la construcción de la Universidad del Catatumbo, en el municipio de El Tarra, promete anclar la trayectoria educativa sin obligar a la migración como única alternativa. Las obras presentan un 31 por ciento de avance y se prevé que la primera fase sea entregada en mayo de 2026.
Para el profe José del Carmen, esa esperanza es urgente. “No podemos permitir que la guerra nos robe a los jóvenes otra vez. Ellos no quieren la guerra; quieren crecer y cumplir sus sueños”.
En Teorama, cuando termina el patrullaje, la puerta del colegio vuelve a abrirse. Afuera, frente a una maltrecha estación de policía, casi a punto de desplomarse, un cartel de madera resiste el sol y la lluvia, con un mensaje que resume el sueño de las niñas, niños y jóvenes del Catatumbo: “Queremos jugar en paz”.
*Esta investigación periodística fue realizada con apoyo de la Beca Relatos de región: Periodismo local que explica Colombia. El contenido es responsabilidad exclusiva del autor.