El otro día fui a trabajar a un café y experimenté la verdadera guerra contra la Navidad. Ya al entrar, esperando el murmullo de conversaciones y la música habitual, me sorprendí que nadie hablara. De todos modos me senté con mis notas y procuré concentrarme en mis pensamientos; pero algo me lo impidió. La música sonaba extraña. Alcé la mirada, escuché, y lo que oí me perturbó.
Lo que al principio me pareció una típica lista de reproducción de clásicos invernales y villancicos resultó ser algo totalmente diferente. Las melodías eran más o menos las mismas; se podía reconocer en ellas «Noche de paz», «La primera Navidad» y «Winter Wonderland». Pero la voz tenía una seriedad genérica; Era un barítono anodino que me sonó artificial y hueco.
Peor aún, las letras estaban mal. No es que hubiera un error aquí o allá, era una pauta general errónea. De las referencias a la natividad no había quedado nada; su lugar lo había ocupado un sentimiento metafísico. Y la parte humana tampoco estaba. «Winter Wonderland» es una canción de amor donde uno espera escuchar estos dos bonitos versos sobre una pareja que da un paseo:
En el prado podemos construir un muñeco de nieve / Luego finge que es Parson Brown (Podemos hacer un muñeco de nieve en el prado / Y fingir que es el padre Brown)
Pero la canción que oí tenía la letra cambiada:
En el prado podemos encontrar un muñeco de nieve / Luego finge que es un viejo simpático (Podemos encontrar un muñeco de nieve en el prado / Y fingir que es un buen anciano)
Después venía una verborragia sin sentido sobre bailar toda la noche, donde a chico lo hacían rimar torpemente con alto para decir que el sol estaba alto. Repito los versos de la canción real:
En el prado podemos construir un muñeco de nieve / Luego finge que es Parson Brown / Él dirá: “¿Estás casado?” Le diremos: “No, hombre, pero puedes hacer el trabajo cuando estés en la ciudad”. (Podemos hacer un muñeco de nieve en el prado / Y fingir que es el padre Brown / Nos dirá «¿estáis casados?», le diremos «¡no hombre! / Pero puede resolverlo usted cuando venga a la ciudad»)
Estos cuatro versos cargan un montón de significado. Los dos jóvenes novios se están contando una experiencia compartida, y en el relato, el padre Brown es una persona concreta, cuyos atributos físicos se pueden deducir de la referencia al muñeco de nieve. La actitud de la pareja hacia él tiene algo de travieso, sin dejar de ser respetuoso.
Son dos amantes que todavía no están casados pero quieren casarse, y que en este mismo momento están transgrediendo las normas, ya que muestran su amor en público, sin amoldarse todavía a las convenciones de la época. Las capas en estos versos van cayendo sobre el oyente tan suave como cae la nieve a la luz del sol.
Mi mente esperaba oír todo eso; la vacuidad del «buen viejo» me dolió en las neuronas (o en el alma).
La primera vez que oí «Winter Wonderland» fue unos cuarenta años después de la muerte en 1935 de su letrista, Richard Bernhard Smith; desde entonces han pasado otros cincuenta años. Detrás de esta letra hay un joven, inspirado por una nevada en un parque, que sin duda algo sabía de romances. Smith murió de tuberculosis poco después de escribir la canción, que ha perdurado y preserva su lúdica idea del estar juntos, transmitida una y otra vez de cantantes a oyentes.
El arte vive hasta que lo matan. En este caso, la muerte de «Winter Wonderland» (y de la música navideña en general) la provocó un conjunto de algoritmos a los que denominamos (en un exceso de halago) «inteligencia artificial». Supongo que alguien, en algún lugar, le pidió a un modelo de IA generar canciones invernales y navideñas que evitaran temas «controvertidos» (por ejemplo el amor divino o el amor humano), y el resultado fue un pastiche. En una sublimación inversa, lo sagrado se vuelve basura («agua sucia»).
En Estados Unidos, muchos conservadores se aferran a la idea de que los extranjeros (en particular, los no cristianos) han mancillado de algún modo la Navidad. Pero en esta historia navideña, ¿quiénes son los verdaderos foráneos? Entidades no humanas.
La versión torturada de «Winter Wonderland» que tuve que escuchar no es más que la punta del iceberg. Muchas formas culturales básicas ya están gravemente dañadas por el ataque de algoritmos diseñados para monopolizar la atención: formas como la música y los rituales de las fiestas, pero también la enseñanza en las aulas, la comida compartida y la simple conversación.
Por supuesto, hay unos pocos que ganan mucho dinero con todo esto. Y en algunos casos notables, los que sacan provecho de la trituradora cultural son los mismos que acusan a los extranjeros de quitarnos la Navidad y destruir nuestra civilización. Al mismo tiempo, a quienes de veras cantan las canciones les está costando encontrar oyentes.
«Winter Wonderland» es una canción ligera con un sutil mensaje sobre el romance que exige algo de paciencia y experiencia, así como sentido del humor. Cualquier referencia a la fecha es indirecta y un poco en broma: el párroco imaginario con su reprimenda que se derrite, los dos novios todavía no casados que pasean.
La Navidad transmite un mensaje de amor: «Y dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en la posada». Ninguna máquina puede comprender esta emoción; pero los que pregonan la inevitable superioridad de las máquinas no quieren que lo entendamos. En cambio, quieren enfrentarnos a los unos a los otros, mientras sus algoritmos profanan un componente esencial del hecho de ser humanos. De una canción por vez.
Traducción: Esteban Flamini
Timothy Snyder, primer titular de la cátedra de Historia Europea Moderna en la Escuela Munk de Asuntos Internacionales y Políticas Públicas de la Universidad de Toronto y miembro permanente del Instituto de Ciencias Humanas en Viena, tiene publicados veinte libros en carácter de autor o editor.
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