Adolf Hitler nació en Austria en 1889. En su juventud, marcada por el sufrimiento y la miseria (1909-1913), intentó lograr, sin éxito, educación artística como pintor. Cuando comenzó la I Guerra Mundial (1914-1918) se alistó como voluntario para pelear por Alemania en el Ejército de Baviera. Por valor probado en las trincheras fue condecorado en dos oportunidades con la más alta distinción militar alemana, la Cruz de Hierro.
Al llegar la paz en 1919, con la derrota alemana y el desplome político del II Reich y del Kaiser Guillermo II, se implantó la llamada República de Weimar, que tomó su nombre de la ciudad donde se reunió la Asamblea Constituyente. Hitler fue un golpista perpetuo y un conspirador a veces fracasado y a veces lamentablemente exitoso.
Con un simplismo derivado de su experiencia militar y de su escasa cultura política promovió un nacionalismo racista y pretoriano que llevó, a fin de cuentas, a la aniquilación histórica del clásico ejército prusiano y su transformación en una maquinaria de guerra en función de su delirio político. Tenía, pues, pocas ideas pero equivocadas: había que vengar la derrota, que era, a su entender, una mancha histórica, culpa de los políticos de izquierda y de los judíos.
Se ha distinguido en la vida política de Adolf Hitler dos claros períodos: el de su obsesión de golpista fallido (1919-1923) y el de su conspiración triunfante (1924-1933), que supuso para el mundo una tragedia bélica con millones de muertos. Respecto al primer período, Hitler, al salir del ejército, se incorporó a un pequeño partido, el Partido Obrero Alemán. [Deutsche Arbeiterpartei, DAP]. El DAP se fusionó con el Partido Nacionalista Austríaco (el cual aportó como símbolo la cruz gamada). Se constituyó entonces el Partido Obrero Nacional-Socialista Alemán (Nationalsozialistische Deutsche ArbeiterparteiNSDAP).
Mussolini llegó al poder en Italia en 1922 con la Marcha sobre Roma. Hitler quedó desiluminado con ese hecho. Al año siguiente, en noviembre de 1923, intentó, a su vez, llegar al poder por un golpe de Estado. Fue el llamado putsch de Munich. Fracasó en su intento. Detenido, fue sometido a juicio y condenado a 5 años de cárcel. Sólo estuvo preso algunos meses en la cárcel de Landsberg, donde escribió la primera parte de Mein Kampf. [Mi lucha ].
“Mi lucha [[mi lucha]—dice Umberto Eco— es el manifiesto completo de un programa político. El nazismo tenía una teoría del racismo y del arianismo. [supremacía de la raza aria]una noción precisa de la entartete Kunst, el ‘arte degenerado’, una filosofía de la voluntad de poder y del supermensch [superhombre]. El nazismo era decididamente anticristiano y neopagano con la misma claridad con la que el Diamat de Stalin (la versión oficial del marxismo soviético) era a todas luces materialista y ateo. Si por totalitarismo se entiende un régimen que subordina todos los actos individuales al Estado ya su ideología, entonces el nazismo y el estalinismo eran regímenes totalitarios”.
Cuando la crisis financiera que sacudió a Estados Unidos en 1929 se proyectó en Europa, la economía alemana se precipitó por un barranco. En las elecciones de 1930 ya los nazis obtuvieron 6 millones y medio de votos y 107 puestos en el Parlamento (Reichstag). Se convirtió, así, en la segunda fuerza política del país. En 1932 llegaron a ser la primera fuerza, con 230 puestos en el Reichstag. Se convocó a nuevas elecciones y, aunque el NSDAP bajó a 196 puestos, el Mariscal von Hindenburg (presidente de la República después del fallecimiento de Friedrich Ebert) designó a Hitler Canciller, que en la terminología alemana no es Ministro de Relaciones Exteriores, sino primer ministro, jefe de Gobierno. Eso fue el 30 de enero de 1933.
Al mes siguiente del ascenso de Hitler al poder, el 27 de febrero, ocurrió el incendio del Reichstag. [Parlamento]. Hitler y los nazis dijeron que era obra de los comunistas. El 28 de febrero, Hitler logró que Hindenburg firmara el Decreto del estado de emergencia, que suponía la suspensión de las garantías ciudadanas. Sin un marco de libertades efectivas, se realizaron nuevas elecciones generales el 5 de marzo. Los nazis obtuvieron la mayoría absoluta. Ese fue el paso necesario para la eliminación del parlamento libre. El 13 de marzo se creó el Ministerio de Propaganda y Josef Goebbels fue encargado del mismo. El Reichstag aprobó, el 24 de ese mismo mes, una Ley que otorgaba a Hitler plenos poderes.
La Noche de los cuchillos largos[[La noche de la lengua Messer], también llamada Operación Colibrí, comenzó el 30 de junio y duró hasta el 2 de julio de 1934. Fue la represión desatada usando como palabra clave Kolibri, colibrí. Supuso la eliminación de la oposición interna y la decapitación de las SA (SturmabteilungCamisas pardas, tropas de asalto del Partido Nazi). En la Noche de los cuchillos largos se llevó a cabo, sin fórmula de juicio y con colaboración militar, la ejecución de cerca de dos centenares de opositores (reales o supuestos) a Hitler. Las principales víctimas de la matanza fueron Ernst Röhm. [1887-1934]jefe de las SA, acusado de homosexualidad además de traición; Gregorio Strasser [1892-1934]líder de la izquierda nacionalsocialista, quien había sido jefe de organización del NSDAP (Nationalsozialistische Deutsche Arbeiterpartei, Partido Nacionalsocialista Alemán de los Trabajadores, Partido Nazi) y había renunciado a sus cargos en abierta polémica con Hitler; El asesinato del ex Canciller, general Kurt von Schleicher. [1882-1934] ya su mujer; También el asesinato del general Ferdinand von Bredow. [1884-1934]redactor de un discurso crítico de Franz von Papen [1879-1969]; y del Presidente de la Acción Católica Alemana Erich Klausener [1885-1934].
Ante el asesinato de los generales von Schleicher y von Bredow, el Mariscal de Campo August von Mackensen [1849-1945] protesto ante Hitler y luego se dirigió a Hindenburg un angustiado llamamiento por escrito firmado por 28 oficiales Generales y superiores, muchos de ellos pertenecientes al mismo regimiento de Hindenburg y Schleicher. Quizás el manifiesto, fechado el 18 de julio y entregado el 20 en Neudeck (donde Hindenburg agonizaba) fue interceptado. Quizás Hindenburg ya estaba muy enfermo. No hizo nada. El Anciano Caballero [Hindenburg] murió el 2 de agosto diciendo: Mi Emperador….mi Patria! [Mein Kaiser…Mein Vaterland!]Le velaron sobre su catre de hierro, con una Biblia entre las manos. Media 1.95 de estatura y estaba cerca a cumplir 87 años.
Luego fue disuelto el Parlamento, al cual la retórica nazi calificaba como “el orfeón más caro del mundo”. Se suprimieron, también, los parlamentos regionales. Se aniquilaron los partidos políticos y los sindicatos. La Federación de Trabajadores fue sustituida por el Frente del Trabajo Nazi. Hitler impuso por ley al Partido Nazi como partido único el 14 de julio.
Después de la muerte de Hindenburg, Hitler buscó la vía plebiscitaria, la “democracia directa”. Sometió a una consulta de ese tipo si debían fusionarse o no los cargos de Canciller del Reich y Presidente de la República. Por supuesto, ganó abrumadoramente. Dueño ya de manera absoluta del poder logró la sujeción a su persona, con un juramento de lealtad, de todos los integrantes de las fuerzas armadas.
El 1 de septiembre de 1939 comenzó, con la invasión a Polonia, la II Guerra Mundial. Previamente había pactado con Stalin (los totalitarismos son cómplices en el despojo de los inocentes y los débiles) el reparto de Polonia, de los países bálticos, de parte de Rumania, Hungría, etc. Fueron los dos Pactos Stalin-Hitler (o Molotov-Ribbentrop). Se sabe lo que pasó después. Cuando Hitler invadió la URSS, Stalin recibió amplio apoyo de los aliados. El 30 de abril de 1945 Hitler se suicidó en su búnker en Berlín, cuando ya estaban cerca de las tropas del Ejército Rojo. Stalin obtuvo, como tajada de vencedor, en el cuadro de la post guerra (por los acuerdos previos de Therán, Yalta y Potsdam) el control comunista sobre los medios de comunicación de Europa por casi medio siglo.
¿Qué llevó a Hitler al poder?
Podría responderse que Hitler llegó al poder por su capacidad de encarnar, simplista y trágicamente, los ideales, los prejuicios y los temores de un tiempo histórico. Como escribió François Furet, en El pasado de una ilusión: “Maldijo la democracia en términos democráticos. La destruyó en nombre del pueblo. No hay nada menos oscuro e ignorado que su programa de dictadura, ya que Hitler lo convirtió en sustento libreco y en base de su prédica. Mi lucha también es el medio menos inadecuado para penetrar en el enigma de su triunfo. Y es que para comprender lo que hizo surgir a Hitler, el estudio de la fascinación que las ideas ejercieron sobre las pasiones es una guía más segura que el análisis de los intereses en juego”.
Jugó, pues, a la cobertura democrática para liquidar la democracia, como forma política y como forma de vida. Eso hizo Hitler. Impuso la inhumanidad del sistema nazi, su totalitarismo político, con apoyo popular. El respaldo popular no es garantía absoluta de bondad. Hitler hizo del nazismo el sistema esclavizante de millones de seres, con el entusiasmo de sus víctimas (no de todas, pero, inicialmente, sí de muchas de ellas). Hitler, como Stalin, fue maestro en la manipulación de la opinión. Para ello, canceló la libertad de expresión. Para los totalitarios, la opinión dirigida desde el gobierno es condición necesaria de todo: de la inseminación ideológica, de la masificación por consignas, de la imposición acrítica del pensamiento único, del linchamiento moral y físico de la disidencia. Hitler, más que un ideólogo fue, en realidad, un nihilista. La obtención del poder, el mantenimiento del poder y la manipulación creciente desde el poder y por el poder era todo lo que en realidad le interesaba. Encarnaba la necesaria referencia mediadora entre el pueblo y las ideas, sin cuya función histórico-política hasta la existencia misma de la nación estaría en entredicho.
Hitler se sintió con el pleno derecho a la reinvención del pasado. Reinvención arbitraria. Por eso su incoherencia doctrinal. Por eso su pensamiento heterogéneo. Hitler supo utilizar, para deshacerse de ella, las funcionalidades y formalidades de la democracia liberal que, en la forma y en el fondo, despreciaba.
Hitler no era un conservador. Al menos, no se veía a sí mismo como tal. Se considera un “revolucionario”. Envolvía su odio al liberalismo burgués en un fanatismo pangermánico.
Fue, así, expresión de un conjunto de “ismos” de signo negativo. Resultó la expresión histórica del nihilismo a ultranza. Por nihilista, recogerá, en la amalgama de tesis a las que quiso dar dimensión de cuerpo doctrinal, los postulados más radicales de un darwinismo social (el reino de los fuertes, la raza superior, competencia selectiva, supervivencia de los mejores). El suyo fue un nihilismo afinado en la consideración de la guerra como vía de
selección. Ese nihilismo totalizante es el que lleva, según la aguda observación de Annah Arendt a la banalización del mal, que encontró su expresión más dantesca en el Holocausto, como búsqueda razonada del exterminio de los judíos.
Hitler se mostró deslumbrado por los métodos leninistas de asalto y ejercicio del poder. Todo el afán leninista-stalinista de encuadre social en las organizaciones sectoriales de fachada (mujeres, jóvenes, imitación obreros, deportistas) bajo el control del partido-vanguardia revolucionario encontrado en el nacional-socialismo alemán. Hitler y Stalin coincidieron en un despropósito: un socialismo nacionalista cuya construcción se apoyaba en el aparato militar, como garantía de disciplina social.
La raza dominadora necesitaba el Lebensraum, el espacio vital. El poder del pueblo se canaliza por una estructura jerárquica en la cual hay masa y dirigentes. Los dirigentes tienen, a su vez, un jefe supremo, el Führer. El Führer se concentra en sí todo el poder.
Requiere de intuición, fortaleza y carisma. En Mi lucha, Hitler expone el despliegue de esas cualidades como capacidad de manipulación.
La expresión agónica de la modernidad.
Emmanuel Levinas [1906-1995] apuntó, tan pronto como en 1934, que el hitlerismo (para usar su propia terminología) suponía una reacción radical tanto contra la concepción judeo-cristiana del ser humano como contra la concepción modernista del liberalismo.
Aunque aguda y radical en su visión crítica del liberalismo, Lévinas destaca, sobre todo, cómo el marxismo y el nazismo constituyen un rechazo tanto del judaísmo y del cristianismo. Ambas son creencias que suponen la relación fundante de Dios (creador y redentor) con el ser humano: Dios da a la criatura humana la gracia (en cuanto don sobrenatural), que potencia la libertad (en cuanto don natural); y la necesaria relación liberadora y elevadora del hombre con Dios. Si el liberalismo supuso, en su desarrollo modernista, el intento de autonomía del ser humano, cercenando con la afirmación absoluta de la razón, todo reconocimiento de lo propiamente divino y sobrenatural, no puede negar, según Lévinas, su origen judeo-cristiano, o, para expresarlo con mayor precisión, su rango de desviación de una perspectiva no sólo religiosa sino cultural que supone una afirmación de la libertad unida a la redención, como acción liberadora de Dios respecto al hombre.
Lévinas, en consideraciones de antropología filosófica, se extiende en una discutible afirmación de la “eterna extrañeza del cuerpo respecto de nosotros” que, a su entender, “ha alimentado al cristianismo y al liberalismo moderno”. Más allá de discrepancias posibles (y necesarias) sobre éste y otros aspectos de su planteamiento, me parece que Lévinas destaca un punto teóricamente muy importante para la consideración crítica del nazismo.
Pero si no se comprende la afirmación cristiana del ser humano como compositum [compuesto] de alma y cuerpo, es fácil recaer en el dualismo pagano, precristiano, de alma y cuerpo, como elementos antagónicos de lo humano. El racismo nazi plantea una consideración “biológica” de la persona humana que supone una deformación antropológica de raíz para un cristiano. El cristianismo no es un espiritualismo descarnado. La corporeidad es expresión de la persona. “El hombre es sujeto a partir del propio cuerpo ––señala desde una perspectiva teológica José Morales- y no sólo por su autoconciencia, pues es precisamente su estructura corporal lo que le permite ser autor de una actividad verdaderamente humana. Le permite, en concreto, trabajar, que es algo intrínseco a la realización de su ser. El cuerpo es esencial para la manifestación y realización del hombre”. Y añade: “La tradición cristiana abunda en testimonios de la unidad psico-somática del ser humano. La oposición paulina entre carne y espíritu no tiene nada que ver con el dualismo griego de alma y cuerpo, y expresa una noción más ascética que antropológica (… / …) El Catecismo de la Iglesia Católica afirma: ‘el cuerpo del hombre participa de la dignidad de la imagen de Dios: es cuerpo humano precisamente porque está animado por el alma espiritual y es toda la persona humana la que está destinada a ser, en el cuerpo de Cristo, el Templo del Espíritu”.
El alma, siendo principio espiritual del hombre, no se identifica con lo somático, no es reducible al cuerpo. Todo materialismo ―ello está presente en el nazismo― ignora el principio espiritual del ser humano. “Cuerpo y alma no son (… /…) aspectos autónomos del hombre, sino realidades incompletas. El alma está destinada y referida a la corporeidad del hombre, y la corporeidad sólo es posible a causa del alma. Sin alma no hay cuerpo, sino cadáver”.
El racismo nazi, apoyado en el Blutmhytus [mito de la sangre]confiere un rango prioritario a lo corpóreo en la consideración de la persona. “Lo biológico —escribe Lévinas—, con todo lo que comporta de fatalidad, se vuelve algo más que un objeto de la vida espiritual, se vuelve el corazón”. Por eso, vista desde el nazismo, la sociedad posee una base consanguínea, sin la cual no hay libertad ni verdad.
Lévinas tuvo la valentía de señalar, en 1934, el proceso de una cultura inmanentista que de pronto encontró frutos como el nazismo. “El hombre —dijo— se complace con su libertad y no se compromete con ninguna verdad. Transforma su poder de jugar en falta de convicción. No atarse a una verdad se convierte para él en no arriesgar su persona en la creación de valores espirituales. La sinceridad, tornada imposible, pone fin a todo heroísmo. La civilización es invadida por todo lo que no es auténtico, por lo sucedáneo puesto al servicio de los intereses y de la moda”. Así, la anemia moral de una sociedad recibió lo que Levinas denomina “ideal germánico del hombre” (sería más exacto, a mi entender, llamarlo ideal nazi), “como una promesa de sinceridad y autenticidad”. En un mundo de categorías nietzscheanas la universalidad de los valores del espíritu es sustituida por la expansión del poder de quienes están unidos por una comunidad de sangre. La expansión por la fuerza es la que logra, desde tal óptica enferma, la unidad de un mundo de amos y esclavos.
Lévinas terminó su ensayo de 1934 con las siguientes palabras: “Tal vez hayamos conseguido mostrar que el racismo no se opone sólo a tal o cual punto particular de la cultura cristiana y liberal. No es tal o cual dogma de democracia, de parlamentarismo, de régimen dictatorial o de política religiosa lo que está en juego. Es la humanidad misma del hombre”.
Con relación a los errores de la cultura, ante las expresiones de inhumanidad que de ella o de su extrema degradación puedan derivarse, algunos intentan el extremo recurso intelectual de salvamento que consiste en condenar los efectos, pero no la cultura en sí. Usando una expresión gráfica de André Frossard [1915-1995]puede decirse que utilizan un razonamiento de canguro: saltan de una negación a otra por encima de las evidencias. El exterminio de judíos o gitanos, o la utilización de prisioneros como cobayas humanas para la experimentación biológica, como hicieron los regímenes nacional-socialistas (nazis) y comunistas (marxistas-leninistas) muestran “hasta que grado de ignominia puede descender la especie humana cuando no reconoce ninguna ley moral anterior o superior a sí misma”.
La expresión agónica de la modernidad se manifiesta no sólo en las formas ya condenadas como crimen contra la humanidad, sino en la agresividad “legitimada” de antiguas y nuevas formas de crimen contra la humanidad en las diversas cristalizaciones de la cultura de la muerte. “El crimen contra la humanidad consiste en matar a alguien bajo el pretexto de que ha nacido”. El crimen contra la humanidad supone un intento de envilecimiento que comprende el hambre, la sed, la tortura, las humillaciones, “que comienza por el tatuaje de un número, primera forma de reducción al anonimato, antes de la reducción del ser a sus funciones animales, la reducción del espíritu al instinto de conservación”.
Frossard, quien se detiene en el análisis de la política de exterminio de los judíos adelantada por el III Reich de Hitler, no vacila en afirmar: “Hay un crimen contra la humanidad cuando la humanidad de la víctima es negada, claramente y sin posibilidad alguna de apelación”. Todo ser sensato rechaza la política de Hitler y condena genocidios como el Holocausto. Muchos que presumen de sensatez, sin embargo, en la afirmación maximalista y agónica de la modernidad llegan, en la actualidad, a la difusión ya la imposición legal de crímenes contra la humanidad como el aborto y la eutanasia, casos prototípicos en los que la humanidad de la víctima (ser ya concebido, en el aborto; ya nacido, en la eutanasia) es radicalmente negada, de manera clara y rotunda y sin apelación.
Es el odio contra el hombre erigido en principio de gobierno; es el rechazo a la consideración de toda persona humana como prójimo, en el sentido radicalmente cristiano, en cuanto poseedor de la misma dignidad de hijo de Dios, sino como un ser considerado como inferior por quien toma la providencia gubernamental o legislativa, o ejecuta semejantes aberraciones, auto considerado como superior y capaz de disponer plenamente del ser de su semejante, en cuanto no existe ninguna instancia superior a la suya para una decisión al respecto. Es la expresión de un nuevo paganismo. Como dijera Frossard, durante su histórico testimonio en la Corte de Lyon durante el Proceso Barbie, la locura asesina de los nazis intentó en el genocidio judío nada menos y nada más que destruir la imagen de Dios que según la fe judeo-cristiana existe en cada persona. Así como una imagen de Dios no puede ser insertada en un sistema totalitario, el crimen contra la humanidad perpetrado contra los judíos tenía una dimensión metafísica que lo hacía diferente a otros crímenes: “Este genocidio —dijo Frossard— ha sido, en verdad, una tentativa de deicidio”.
La mentira política y la demolición institucional.
Giovanni Sartori [1924] Destaca, en Elementos de Teoría Política, que las tipologías son esquemas abstractos que, de alguna manera, mutilan una realidad que no se ajusta con precisión a nuestros moldes de clasificación. Aunque nadie duda de su utilidad para articular una comprensión de la realidad, no puede pretenderse homologar lo no homologable. Si se intentara, ese mal uso de las tipologías no sólo conduciría a un formalismo aberrante, sino que llevaría a tremendos errores, teóricos y prácticos, en la comprensión y en la acción política. “De hecho —dice Sartori—, está claro que la de Salazar y la de Stalin son dictaduras tan iguales como la monarquía inglesa y la monarquía de Arabia Saudita; y que sería absurdo equiparar —si se plantean algunos ejemplos relativos al caso— la dictadura de [Francisco] Franco en España con la de [Fidel] Castro en Cuba, un [Engelbert] estafa dolfuss [Adolf] hitler, un [Józef] Pilsudski con Béla Kun oa [Juan Domingo] Perón con [Josip Broz] Tito”.
El caso de Hitler y el nacional socialismo alemán sólo admite una cierta comparación formal con el sistema soviético, no tanto con el leninismo original cuanto con su profundización burocratizada y represiva que cristalizó con el poder omnimodo de Stalin.
Hitler logró con la propaganda del Partido Nacional Socialista Alemán (NSDAP) un efecto masificante. Para el cabo austríaco convertido en 1933 en canciller del Reich Alemán, para tragedia de su pueblo y del mundo, la propaganda era un arte. es Mi lucha [[mi lucha]ha dejado párrafos escalofriantes acerca de la propaganda. Escalofriantes por los resultados que la aplicación de su teoría obtuvo. “La propaganda —escribió Hitler— debe establecer su nivel intelectual de acuerdo a la capacidad de comprensión de los más rudos hacia aquellos de los cuales va dirigido. Mientras más bajo sea su nivel intelectual más grande será la masa de hombres que convencerá”. Hitler consideraba que las masas “creen lo que se les dice”. La propaganda totalitaria es simple y repetitiva. Debe repetirse infinitamente el mensaje simplificado para alcanzar el reducido número de metas que persigue. Se trata de lograr la esclavización del inconsciente. Para ello, se requiere, sin ningún tipo de freno moral, estimular, provocar, desatar, lo instintivo y lo pasional, paralizando el análisis racional, bloqueando la capacidad crítica, provocando la adhesión fanática en el receptor. El sujeto indefenso que recibe sin cesar las descargas devastadoras dirigidas, con frialdad científica, más hacia el inconsciente que hacia el consciente, deja de ser persona-ciudadano para convertirse en animal domesticado, en consumidor siervo del dirigismo psicológico.
El cálculo desprovisto de todo escrúpulo subyace en el neomaquiavelismo de la propaganda totalitaria. Según la concepción totalitaria, la propaganda no depende de los medios de comunicaciónsino al revés, porque los medios de comunicación depende de la propaganda. El tema resulta particularmente delicado y complejo por las características de la actual revolución tecnológica en el campo de las comunicaciones. En la búsqueda del marketing se atiende a menudo prioritariamente a la obtención de la ganancia, sin ningún tipo de reparación en la moralidad de los medios. Los genios de la publicidad inmoral resultan, así, los continuadores en el tiempo del pdg (para decirlo con siglas galas, presidente director general) y, a la vez, creativo de la propaganda nazi, Joseph Goebbels. “La propaganda —dijo este rotundamente— no tiene nada que ver con la verdad. Su éxito se debe a que apela a los instintos más prim itivos de las masas”. Porque la propaganda totalitaria (al igual que la inmoral), sin barreras éticas, casi siempre termina por cambiar la verdad por la mentira, la realidad por la ficción propagandística. Y lo busca deliberadamente.
El negativismo totalitario
El negativismo totalitario se expresa con rotundidad en mi lucha. Hitler no vacila en decir que la primera tarea antes de que la creación de un Estado patriota es la eliminación de los judíos. Hitler tiene respecto a ellos la misma obsesión patológica que evidencia Stalin respecto a los pequeños propietarios agrícolas. Si Stalin produjo la guerra contra el kulak, Hitler planteó el holocausto como política de Estado. Los nazis imitaron a los bolcheviques en la organización policial de la seguridad del Estado (la Gestapo se inspiró en la Cheka) y en los campos de concentración, como instrumentos de represión y exterminio de los enemigos del régimen.
La Ley para la defensa del pueblo y del Estado es del 28 de febrero de 1933, después del incendio del Reichstag. Tenía, en teoría, un fundamento constitucional formal. Con base en la Constitución, Hitler asesinó la vida auténticamente constitucional. Provoca todavía asombro a los estudiosos del derecho y de la historia como pudo patearse la Constitución mientras con cinismo se decía que se la aplicaba cabalmente. Esa ley, que consagraba la impunidad del fanatismo y proclamaba el estado general de sospecha, establecía, con absoluto desparpajo, que, en base al artículo 48 de la Constitución, se declaraban abrogados los artículos 114, 115, 118, 123, 124 y 153 de esa misma Constitución. ¿Qué suponía eso?
Nada menos y nada más que la práctica cancelación de todos los derechos civiles y políticos y la sujeción del derecho de propiedad a la arbitrariedad estatal. Supuso también la muerte del federalismo: los Läender o regiones perdieron su autonomía y quedaron bajo el mando político inmediato de los jerarcas nazis. Se dio formalidad seudolegal al endurecimiento de la política represiva (la oposición antinazi fue considerada alta traición).
El 12 de noviembre de 1933, siempre con formalidades “democráticas”, Hitler llegó a la cristalización del sistema totalitario. La oposición, reprimida, no pudo desarrollar una auténtica campaña. Ese día frente a 3.400.000 votos hubo 2.000.000 de abstenciones. Los nazis obtuvieron, de los votos emitidos, el 92% de los sufragios. El 12 de marzo de 1934 Hitler convirtió la bandera nazi en bandera nacional de Alemania. El 20 de marzo se proscribieron todos los partidos opositores y el 23 el Reichstag (Parlamento) dio a Hitler plenos poderes. Esos poderes, según se dijo en marzo de 1934, debían durar sólo hasta 1937. Fueron luego prorrogados; y en 1943 (ya en plena II Guerra Mundial) se le ratificaron de manera indefinida.
El dominio absoluto de la opinión.
Todo lo anterior encuentra su colofón en el dominio absoluto por parte del aparato estatal nacional-socialista (nazi) de todos los medios de comunicación social. El desencadenamiento de la histeria belicista no habría sido posible para Hitler sin la “orientación” política estatal de la prensa escrita y de la radio (no existía entonces TV). El control de los medios le permitió desatar, desde el poder, la pasionalidad instintiva del pueblo alemán, con un mensaje constante de odio (racial, sobre todo), de destrucción y de violencia bélica.
Lo más sorprendente es que Hitler no engañó a nadie. Como otros dictadores anteriores o posteriores a él, escribió y dijo lo que luego, con fanatismo y empeño demencial, trataría de llevar a la práctica.
Mi lucha fue vista como una especie de libro sagrado del nazismo. Su importancia no radica tanto en lo pulido de su estilo ni en la profundidad de sus tesis, sino en que fue un texto considerado como guía por los incendiarios del belicismo hitleriano. Para Hitler, patriota y nacionalista eran conceptos exclusivos de los nazis. Los no nazis o antinazis debían ser tratados como enemigos del pueblo.
Dicen que Mussolini, después de su primer encuentro con Hitler en Venecia, el 14 de junio de 1934, exclamó “Es un pequeño payaso loco”. Quizás el Duce se dio cuenta que el Führer lo superaba, de manera indecible, en la creencia en el mito de la infalibilidad del jefe providencial. Hitler, en efecto, (y así se lo dijo a Leni Riefenstahl) estaba convencido de ser una especie de mesías para Alemania, Europa y el mundo entero: cumplía “una vocación dictada por la Historia”. La locura no era sólo del Jefe sino que se contagiaba a sus colaboradores, que se hicieron cómplices gozosos de una de las grandes monstruosidades del siglo XX. Así, por ejemplo, Hermann Goering, Mariscal del Reich, llegó a exclamar (uno no sabe si por convicción enferma o por alarde de adulación rayana en la irracionalidad): “Yo no tengo conciencia. Mi conciencia es mi Führer”.
A nivel de la militancia política en el Partido Nazi, en el marco del VI Congreso de Nuremberg, el 25 de febrero de 1934, Rudolf Hess expresó la exaltación del fideísmo político exigido a los cuadros del partido: “Adolfo Hitler es Alemania. Alemania es Adolfo Hitler. Quien presta juramento a Adolfo Hitler presta juramento a Alemania”.
Cuando después de la muerte de Hindenburg, en agosto de 1934, Hitler acumuló sus funciones de canciller del Reich con las de presidente de la República y comandante en jefe de las Fuerzas Armadas, el juramento que se impuso a los soldados fue expresión de una trágica locura colectiva. “Yo pronuncio por Dios este juramento sagrado: debo una obediencia incondicional al Führer del Reich y del pueblo alemán, Adolfo Hitler, Jefe Supremo de las Fuerzas Armadas”. Hitler se consideraba a sí mismo dotado de una infalibilidad política y militar. Lo asombroso es que los demás dejarán que actuara en consecuencia. Y cuando, después de dejarlo actuar, quisieron detenerlo, ya era tarde. Un juramento como ese de los soldados que acaba de citarse, cada día era aniquilador para la institucionalidad y fortalecedor de la locura hecha poder. Dejar al loco ejercer sin cortapisas el poder llevó al contagio social de la locura ya una de las mayores tragedias de toda la historia de Alemania y de la humanidad contemporánea.
La manipulación deliberada
El papel de la retórica violenta y agresiva de Hitler fue la de fascinar a las masas por su capacidad de abuso. Y por la fascinación logró su manipulación. No se trata de convencer al otro, sino de masificarlo, de impedir o bloquear su capacidad crítica. Estrategia de mentira oficial apoyada en el amordazamiento de la libertad de expresión. No había libertad para la cultura porque se había sepultado políticamente la cultura de la libertad. El modo de acción era inducido por el modo de expresión. El modo de expresión se garantizaba, técnicamente, por la cuidada explotación de la propaganda. El totalitarismo nazi sustituyó la información por la propaganda; el diálogo crítico y la polémica plural por la imposición del pensamiento único y el etiquetismo cancelador de todo discurso analítico.
Por eso dice Hitler en mi lucha que se ocupaba directamente de la propaganda. Hitler sabía que la incultura de las mayorías y la capacidad de masificación de la propaganda harían de los ciudadanos un rebaño crédulo incluso de las cosas más insólitas. Como en ese mismo libro guía decía con todo descaro, el agitador debe tender a “excluir el pensamiento”, a “crear una parálisis sugestiva” y generar “un estado receptivo de devoción fanática”. Según Hitler, la emoción colectiva “excita las pasiones del pueblo”.
Para decirlo en términos de Serge Tchakhotine (La violencia de las faltas por la propaganda política), Hitler y el nazismo recurrieron a la “violación psíquica de las masas” usando “los mecanismos psíquicos accesibles a la sugestión emocional”. Para caer en la cuenta de ello basta sólo ver aquel filme documental de Leni Riefenstahl, que resulta antológico (y sobrecogedor) como prototipo de propaganda política totalitaria cinematográfica, sobre el VI Congreso del Partido Nazi (1934) en Nuremberg titulado El triunfo de la voluntad. (1935). La propaganda resultó, además, el instrumento para la utilización de la mentira en gran escala. Utilización deliberada. Mentiras prefabricadas. Repetidas por el aparato de propaganda, una y mil veces, hasta hacer pasar, por la conciencia drogada de las multitudes, la farsa como verdad evidente.
Toda una tradición interpretativa de la crisis cultural política que se hace patente en la República de Weimar y determina su muerte, subraya la aceptación en el medio alemán del avance tecno-científico sin la paralela asimilación de los valores socio-políticos de la Ilustración. Más aún: podría decirse, desde tal enfoque, que el vanguardismo científico-técnico es afirmado junto a un radical y vigoroso rechazo de los planteamientos de la modernidad. Estos eran considerados como no germánicos por toda una tendencia orientalista que veía en la occidentalización de Alemania un peligroso vertiente cultural y político que conduciría a la pérdida de su propia identidad como pueblo.
La ciencia y la tecnología era un componente de la Zivilización del mundo occidental que podía ser asimilada sin riesgos por el pueblo alemán. Este, además, podía y debía superar tal componente como expresión de su capacidad. Pero los valores propios de la Kultur alemana no eran los de la modernidad sociopolítica. Esa dicotomía entre la mitificación romántica del pasado, con una exigencia nacionalista extrema de fidelidad al Volkgeist. [espíritu del pueblo]y la exaltación de los avances científicos y la tecnología de punta fue conciliada por aquellos teóricos de lo que Thomas Mann llamó modernismo reaccionario. Eran, pues, el anverso y el reverso de una misma medalla. La nación alemana podía y debía ser poderosa y fuerte, pero con absoluta fidelidad a su espíritu.
Artículo publicado en Los papeles del CREM