Los programas de ajuste macroeconómico se expresan en políticas adoptadas por los gobiernos en funciones, para lo cual generalmente cuentan con el apoyo de organismos multilaterales —ie el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial (BM)—, con la finalidad de corregir desequilibrios fiscales o de remediar trastornos en la balanza de pagos. Las usualmente se concretan en reducciones sustanciales del gasto fiscal, devaluación del signo monetario, liberalización de los mercados de bienes y servicios y medidas, en casos puntuales, reformas estructurales del sistema económico consistentes, entre otras acciones, en privatizaciones de empresas del Estado. El propósito no es otro que encauzar el crecimiento al mejorar la eficiencia y posibilidades, un recorrido nunca exento de intransigencia política y contrariedades en el ámbito social. En este orden de ideas, el FMI cumple con su misión esencial de coadyuvar a la estabilidad financiera global, impulsando en sus países miembros —a través de sus determinaciones— el crecimiento económico sostenible y con baja inflación, así como también apoyando a las economías en crisis con los recursos financieros necesarios para llevar a efecto los programas de ajuste —con todos sus criterios de condicionalidad—. Por su parte, el Banco Mundial podría agregar al compendio de ajustes, no solo asistencia financiera para proyectos de desarrollo, sino además asesoramiento en temas de salud pública, educación e incluso infraestructura. Ambas instituciones pueden contribuir igualmente con su bagaje y experiencia a concebir e implementar las reformas políticas que sean necesarias —tema controvertido, sin duda, porque las resultados de sus recomendaciones no siempre han sido halagüeñas—.
Como quiera que la economía sea una ciencia social y el comportamiento de los agentes económicos, aunado a la eficacia de las medidas de ajuste, no son enteramente predecibles, estos programas no garantizan el cumplimiento exhaustivo de las metas propuestas. Ello exige, salvo mejor criterio, un cierto margen de juego, vale decir, flexibilidad y posibilidad de maniobra para atender imprevistos. La reducción del gasto fiscal y el incremento de la presión tributaria —también el aumento de las tarifas correspondientes a servicios públicos— pueden exigir acomodos a circunstancias sobrevenidas, no contempladas por quienes tienen a su carga la elaboración del plan. De igual manera, la política monetaria y cambiaria, así como las liberalizaciones de precios y reducción de aranceles, pueden no satisfacer las intenciones del programa de ajustes o encontrar resistencias no previstas.
Llegamos al llamado efecto shock de los programas de ajuste macroeconómico oa las igualmente habituales perturbaciones que tienen lugar cuando se implementan medidas extremas para corregir desequilibrios de mayor entidad. El impacto generalmente se traduce en caídas del consumo y de la inversión —posible efecto del aumento en el desempleo y pérdida del poder de compra en manos de los consumidores—, elevación de los precios de bienes y servicios, inclusive recesión que afecta a toda la economía, antes de que esto llegue a estabilizarse en el mediano plazo. Cabría pues contemplar disposiciones compensatorias que atenúen el impacto social —sobre todo en los sectores más vulnerables— de las medidas a que hacemos referencia. Naturalmente, el objetivo es un mayor crecimiento económico a mediano y largo plazo, tanto como el aumento de la oferta de bienes y servicios, y de la inversión. En este sentido, es imprescindible la recuperación de la confianza —sin ella no habrá aumento del consumo y de la inversión—. Como concepto, deriva del cumplimiento de la ley aplicable, de la buena fe que transmite el gobierno en funciones —ambas contribuyente a la credibilidad institucional—, de la idoneidad y ante todo la comprensión popular del programa de ajustes, todo ello devenido en un cierto optimismo sobre los ingresos y el gasto familiar.
Superada la crisis, es a nuestro juicio imprescindible acometer el equilibrio presupuestario, evitando en lo posible que el gasto sea mayor al ingreso ordinario y haciendo buen uso del superávit, cuando lo hubiere. No habrá estabilidad cambiaria ni crecimiento sostenible con baja inflación, si no se concreta este propósito. En casos puntuales, dado que el Estado tiene entre sus cometidos esenciales satisfacer las necesidades básicas de la población —estas suelen ser crecientes y expectantes—, es admisible el empréstito para proveer los fondos no contemplados en el presupuesto ordinario —los ingresos y gastos recurrentes y predecibles en el ejercicio fiscal de que se trate—. En la medida de lo posible, los fondos provenientes del empréstito deben destinarse a inversiones reproductivas, no a operaciones de fondo perdido. Es esta la única manera de asegurar la debida sostenibilidad fiscal y la irremplazable confianza de los agentes económicos. Ello no obsta a que un déficit fiscal razonable y debidamente controlado, pueda estimular la inversión y la economía en general, sin que ello necesariamente implique endeudamiento insostenible y generador de inflación, para lo cual el fisco nacional dispone de herramientas idóneas. Ojalá entendamos todo esto de una vez por todas, porque el equilibrio presupuestario deviene en principio esencial de buena gestión financiera del Estado —atendiendo, obviamente, a las particularidades del ciclo fiscal—.