PIMIENTO NUMERO 30 | EDUARDO WESTON“Pienso, por ejemplo, en Eduardo Weston y su célebre Pimiento nº 30. A simple vista, la imagen parece un estudio botánico. Pero Weston, con su cámara de gran formato, un diafragma muy cerrado y una muy larga exposición, transforma el fruto en una efigie que va a tener resonancia sensual en el espectador. Lo que la lente recoge ya no es un pimiento, sino una forma imaginada: un cuerpo, un pliegue, una metáfora”
Por ÓSCAR LUCIEN
“El mundo que atraviesa el objetivo para entrar a la cámara
lleva consigo una sensación de realidad,
pero no puede evitar adaptarse a muy distinto territorio
que es la imagen”
Peter Galassi
Hay una curiosidad casi ritual que acompaña a toda fotografía: ¿Con qué cámara se hizo esta foto? La pregunta, aparentemente inocente, encierra una creencia persistente. Detrás de ella palpita la idea de que la cámara “registra” la realidad, como si el acto fotográfico fuera de una operación automática en la que el sujeto apenas interviene. Basta con apretar un botón y el mundo, dócil, se dejará atrapar.
Esa confianza ingenua en la objetividad del aparato viene de lejos. Desde el siglo XIX, cuando Talbot tituló su libro El lápiz de la naturalezala fotografía fue percibida como un invento capaz de copiar el mundo sin mediación humana. La imagen fotográfica se ofrece como evidencia, como huella incontestable de lo real. Pero en esa metáfora del lápiz que dibuja solo ya se anuncia una paradoja: Talbot llamó a su procedimiento Calotipode kalosbello, y errores tipográficosforma. En esa elección, la belleza se cuela como propósito, y el gesto estético desmiente la ilusión del registro neutro.
Baudelaire, desconfiado ante las máquinas, fue tajante: la fotografía debía limitarse a servir a la ciencia oa las artes, pero no debía atreverse a ocupar el territorio de la imaginación. Su juicio puede parecernos hoy arcaico, pero todavía resuena en la creencia contemporánea de que “una buena cámara” garantiza una buena foto. Así la tecnología sustituye la mirada, y la técnica se confunde con el talento.
La cultura visual heredada de los laboratorios fotográficos comerciales ha reforzado el ideal de un estándar. Lo que no se ajusta a la exposición conforme a las reglas, al enfoque preciso, a la norma técnica, simplemente “no salió”. Hace poco, agotada la capacidad, el software del teléfono me ofreció liberar memoria borrando las fotos desenfocadas. El algoritmo, fiel a la tradición, desconoce que el diseño puede ser una decisión estética, un modo de mirar.
Frente a esa historia del registro —esa fe en la transparencia del medio— conviene recordar lo que André Rouillé formuló con claridad: la fotografía no es el registro pasivo de un material de referencia, sino el producto estético de un acontecimiento.. Es decir, la imagen fotográfica. no reproducir, construir. No traduzcas el mundo: lo interpreta.
Toda fotografía nace de una serie de decisiones. Decidir el cuadro, el punto de vista, la velocidad, la apertura, la distancia, implica ya una posición ante lo real. El fotógrafo no “toma” una imagen: la elabora, la propone. John Berger lo expresó claramente: El fotógrafo elige el suceso que fotografía. Esa elección despeja el espacio para una construcción..
No hay, pues, neutralidad posible. Cada imagen es el resultado de una intencionalidad, de una subjetividad en acción. La cámara es solo el intermediario técnico entre una mirada y el mundo. No hay fotografía inocente. Toda imagen implica una mirada, una ética y una intención.
El arte moderno se encargó de grabarnoslo. Cuando Magritte pintó su famosa pipa con la leyenda “Esto no es una pipa”, señaló el abismo entre las cosas y sus representaciones. La fotografía, como toda forma de imagen, participa de esa distancia. Jean-Claude Lemagny lo sintetizó con precisión: La fotografía representa lo real y, por lo tanto, no es lo real. Es una representación que viene a añadirse a lo real dentro de lo real.
El documentalismo contemporáneo, consciente de esa distancia, se aleja del mito de la objetividad para explorar la relación entre realidad y construcción. Por eso hablo de documentalismo autoral: porque ya no basta con testificar, es necesario interpretar. La cámara no es testigo imparcial, sino herramienta de uso por el pensamiento.
Pienso, por ejemplo, en Eduardo Weston y su célebre Pimiento nº 30. A simple vista, la imagen parece un estudio botánico. Pero Weston, con su cámara de gran formato, un diafragma muy cerrado y una muy larga exposición, transforma el fruto en una efigie que va a tener resonancia sensual en el espectador. Lo que la lente recoge ya no es un pimiento, sino una forma imaginada: un cuerpo, un pliegue, una metáfora. De facto, la realidad se transfigura.
O recordemos Bulevar del Temple de Daguerre, aquella calle parisina vacía porque los transeúntes se movían demasiado para quedar impresos durante la larga exposición. Solo un limpiabotas y su cliente permanecieron quietos el tiempo suficiente para aparecer en la imagen. Desde su nacimiento, la fotografía selecciona, excluye, construye.
Quizás tenga razón Joan Fontcuberta cuando afirma que la fotografía es una ficción que se presenta como verdadera. Aunque, añade, lo importante no es esa mentira inevitable, sino cómo la usa el fotógrafo, a qué intenciones sirve. La ética del fotógrafo consiste en ejercer control sobre su mentira, en mentir bien la verdad.
En el fondo, eso define la tarea de quien mira: transformar el mundo en imagen, convertir la experiencia en relación visual. La cámara no sustituye nuestra mirada; apenas la amplifica o la traiciona. Ser fotógrafo no depende del instrumento, sino de la conciencia con la que se mira.
El documentalismo autoral nace de esa conciencia. No busca copiar la realidad, sino pensarla. No se conforme con registrador lo que ocurre, sino que intenta comprenderlo. Y ser fotógrafo, en última instancia, consiste en ejercer con lucidez el poder de esa construcción: transformar el mundo en imagen, y la imagen en pensamiento.