AQUILES, DETALLE DE CERÁMICA, APROXIMADAMENTE 300 AC, WIKIQUOTE“El divino Homero heredó grandes relatos sobre gestas de héroes ilustrados que combatían por motivos de lealtad y nobleza. Los héroes homéricos, unidos por casta social y moral, configuran en Ilíada un componente simbólico que aspira a la excelencia del guerrero”
Por ADOLFO J. CALERO ABADÍA
I
El Héroe nace, no se hace. Viene por destino y su patria lo aclama y lo sufre fatalmente, como un cataclismo impredecible.
El Héroe es un benefactor titánico, cuyas motivaciones primarias pueden resultar inefables incluso para él mismo.
El Héroe entiende que su poder y misión son superiores, y que su destino, trazado por fuerzas inescrutables, se vincula íntimamente con la soledad.
El Héroe solo puede ser comprendido por otros héroes y, quizás, por un puñado de dioses; un hombre corriente y un dios menor se turban ante un carácter semejante.
El Héroe tiene en la injusticia su Némesis y en la fama la luz de sus sueños. La gloria que ambiciona debe reposar por los siglos, arrullando la imaginación de niños y adultos apacibles.
El Héroe no posee actitud heroica: él es, esencialmente, lo heroico. Arrojo y temeridad, valor y exuberancia justiciera.
El Héroe sufre una crisis de identidad. A menudo se pregunta quién es y quién ha de ser. En ocasiones lo tienta el confort de la mediocridad; pero rápido, con el suspiro de un dios, vuelve de pronto en sí y toca con los dedos su espada ceñida.
Al Héroe, el amor le está negado. A pares, su vanidad y sentido del deber le imponen soledad de corazón. En ocasiones, se presenta ante él un ser amado que, fulminado por el rayo del destino, es apartado de su glorioso camino. Entonces, el Héroe comprende, acepta y espolea el caballo.
La paz no es cosa de Héroes. En ella, su bizarría se marchita hasta la amargura: se torna sujeto incómodo, presencia amenazante para retóricos, políticos y mercaderes del bienestar.
El Héroe es acción del principio irreductible y de la causa única. Generoso hasta la ternura con el humilde, se niega a transigir con el poder que contradice o busca negociar sus creencias.
El poder del Héroe no radica en su fuerza o destreza bélica, sino en su terca determinación, una que no lo hace necio, sino indómito. Gustoso, ofrenda la vida, sobre todo en la juventud: se sabe que la edad provecta le resulta odiosa y, por ello, hará lo necesario para evitarla.
En la otra orilla, nos mira Héctor, la priámida.
II
En la antigüedad, las pasiones eran más grandes y, ciertamente, las guerras más pequeñas.
El divino Homero heredó grandes relatos sobre gestas de héroes ilustrados que combatían por motivos de lealtad y nobleza. Los héroes homéricos, unidos por casta social y moral, configuran en Ilíada un componente simbólico que aspira a la excelencia del guerrero, ideal sintetizado en la noción de areté. Parafraseando a Alfonso Ortega Carmona en su libro Introducción a Homero, primer poeta de Europa: Homero logró cantar al héroe que afirmaba su existencia en la guerra.
Areté es un universo simbólico en sí mismo, pues compendia todas las virtudes que hacían excelente a un noble griego de la Edad del Bronce en determinado ámbito de la existencia, allanándole a su nombre el sendero de una posteridad eternamente ilustre.
Homero retrata dicha excelencia en numerosos personajes de la Ilíada. Todos son ilustres, y aunque pertenecen a la misma clase social, cada uno se erige de colorida y carismática individualidad. En los héroes homéricos no hay vesania ni maldad; en ellos, los motivos se arraigan orgánicamente, asentados en la belleza estética que el poeta imprime al siempre brutal trance de la guerra. Con Homero, los héroes se elevan por sobre la sangre humana, el humano deceso; son canto a la agonística y al filo del bronce, a la belleza del encono ya la negra muerte; poseen grandeza individual, son hermosos de cuerpo y alma, incapaces para la traición y esquivos al deceso accidental. Quizás solo uno, Odiseo, se convierte en verso suelto de tan armónico corpus para fundar un nuevo tipo de héroe, menos tozudo y más astuto, con el cual nos identificamos modernamente. Los otros, en cambio, avanzan con frontal nobleza: Diomedes, Eneas o Áyax Telamonio, icono excelente del antiguo guerrero, con su enorme y poco funcional escudo de siete piezas, sólido e inconmovible como los principios de quien lo porta orgullosamente.
III
Y en medio de aquella aretésurge la figura del héroe: Aquiles, el de los pies ligeros. Joven, famoso, carismático, Aquiles hizo de la guerra y el botón su razón existencial. Eligió una vida breve y famosa, y así se lo manifiesta a su madre Tetis en el Canto XVIII, cuando llega la hora de vengar a su querido Patroclo: “Así, si es de tener igual muerte, en la tumba, ya muerto, yaceré; más ahora deseo una fama gloriosa”. No obstante, su atemporalidad no se debe tan solo a sus capacidades bélicas devastadoras, sino también a las lecciones amargas que su celebérrima cólera le dejó a él mismo ya la posteridad, translucidas en sus propias palabras del Canto XVIII: “Ojalá la discordia perezca entre dioses y entre hombres y, con ellos, la ira que al hombre sensato enloquece, pues igual en dulzura a la miel se introduce en el pecho de los hombres y, en ellos, se crece lo mismo que el humo”.
Aquiles y sus pasiones conforman poéticamente Ilíadaconfirmando la unidad y la integridad que tanto alabó Aristóteles. Su rencor extremo hacia la mezquindad de Agamenón casi les cuesta la guerra a sus compañeros y, ciertamente, le supone pagar un precio altísimo con la muerte de su querido Patroclo. Esa insaciable sed de venganza lo lleva a cazar y humillar al príncipe Héctor vivo y muerto, aunque, finalmente, su sentido de la justicia valerosa lo conmueve frente a los ojos llorosos del padre Príamo, quien había atravesado el campamento enemigo para implorar al asesino de su hijo que le entregara el cadáver.
Aquiles encarna una versión duro de la areté: para él, la guerra es ciencia, oficio y mandato ético. Sus reglas y límites constituyen las únicas normas aceptables y, fuera de ellas, el mundo, la vida, carecen de sentido. Aquiles representa el heroe total: menos arcaico que Áyax y menos taimado que Odiseo, pero tan valiente, sagaz y hasta sensato como ellos; es el guerrero que practica las excelencias del arte belico con sentido filosófico, y en su enfrentamiento con Agamenón, se exponen hasta dónde está dispuesto para preservar la noble verdad que le supone la agonística bélica. Él es el héroe cuya espada gana la guerra y cuya ausencia tienta a la retirada deshonrosa, aserto que el propio rey atrida confirmaría en el Canto XII, al afirmar ante la ausencia de la pelida que, “aún de noche, no es vituperable el huir la desgracia, pues mejor es librarse en la huida que ser aprehendido”.
Aquiles encarna el héroe imposible en tiempos de paz, cuando se convertiría en una presencia peligrosamente adolorida, proyección que emana fácilmente de su investidura suprema, descrita en el Canto XIX: “Lleno de ira contra los troyanos, vestíase el héroe la armadura. Regalo de Hefesto, para él fabricado”.
IV
Sin embargo, la cólera de Aquiles tiene un contrapeso moral y psicológico con el cual Homero equilibra estructuralmente el poema: Héctor, príncipe de Troya y de la sofrosina.
sofrosina es una hermosa noción que nos habla del carácter excelente sostenido en la estabilidad psicológica. ¿Quién ejerce la sofrosina demuestra nobleza frente a propios y extraños, moderación en sus reacciones, prudencia al hablar y templanza ante la amenaza. La sofrosina nos remite a una excelencia de carácter sensiblemente distinta a la areté; En ánimo de simplificar, diríamos que Aquiles, colérico y beligerante, encarna la máxima. areté del guerrero; mientras, en la otra orilla del río Escamandro y del poema, guarda expectante la sofrosina de Héctor, un guerrero que no ama la guerra, sino que cumple con ella.
Héctor tiene familia propia. Ama tiernamente a su esposa Andrómaca ya su hijo Astianacte, por cuyos destinos niño padece grande pero ansiedad controlada: sabe que, si los aqueos ganan la guerra, el morirá y su mujer será reducida a ignominiosa esclavitud. Este miedo, genuinamente humano, se refleja con patética belleza en el famoso pasaje del Canto VI cuando, de vuelta del campo de batalla, Héctor se reencuentra con mujer e hijo. Allí, con la tragedia palpándose en el aire, los esposos se expresan amor y compasivo dolor, mientras el pequeño llora asustado ante la imagen de su padre con el yelmo calado. Ella le dice: “Ten piedad de nosotros y quédate aquí en esta torre; no dejes sin padre a tu hijo y viuda a tu esposa”; y él le responde, entre otras cosas: “Mas no tanto me inquieta el futuro fatal de los teucros, ni la vida de Príamo el rey, ni aún la vida de Hécuba, ni la de mis hermanos que tantos y tan valerosos en el polvo caerán a los golpes de nuestro enemigo, como tú, cuando algún hombre aqueo vestido de bronce te lleve llorosa y de tu libertad se apodere”. Héctor habría dado todo por eternizar ese momento, pues él no quería la gloria de los siglos: él quería a Andrómaca ya Astianacte.
Luego, cuando asesina a Patroclo confundiéndolo con Aquiles debido a que aquel portaba sus armas, Héctor debe afrontar la ira vengativa del pelida. Entonces, ese joven príncipe, padre de familia, orgullo de sus padres y preceptor moral de su hermano disoluto, se ve abocado a la negra muerte. Allí, en el Canto XXII, Héctor piensa, duda. ¿Puedo zafarme de esto? ¿Hay oportunidad de negociar?: “¿Y si ahora, dejando en el suelo mi cóncavo escudo y mi casco potente, apoyando la pica en el muro, al encuentro de Aquiles ilustre saliese al momento y dijera que Helena y sus joyas y cuantas riquezas en sus cóncavas naves a Troya se trajo Paris, que al final este ha sido el motivo de nuestra discordia, les daré a los atridas ya más la mitad de las cosas de la villa daré a los aqueos, después de tomado juramento de que los troyanos no han de ocultar nada; y yo entonces formara dos lotes con todos los bienes que se encuentran guardados en esta ciudad tan hermosa?”. Él quiere vivir, y piensa ansiosamente en aquellos dos que lo guardan allá, en el Palacio de la ciudadela. Héctor sopesa la vida y la muerte mientras hacia él se abalanza un semidios herido y despiadado. El resultado de esto ya lo conocemos: muerte, humillación post mortem, dolor inconsolable de unos padres y una esposa.
Héctor es el héroe de las circunstancias, o sea, un hombre. Es cuestionado como líder militar por Sarpedón de Licia y Glauco, tiene el coraje de no confiar su suerte a funestos presagios (suya es la hermosa frase del Canto XII: “El agüero mejor es, sin duda, luchar por la patria”), aunque le adversa la crema del Olimpo y, no menos interesante y significativo, es el único en Ilión que trata con gentil calidez a Helena. Dicho por ella misma tras la noticia de su muerte en el Canto XXIV, donde yace para siempre ese príncipe troyano que no quería morir porque amaba a su familia.
V
El destino de la familia de Héctor no lo relata Homero, sino Arctino de Mileto, en un poema del siglo VIII a. C. titulado iliupersis (“Saqueo de Ilión”), texto desaparecido y de cuya existencia sabemos solo gracias a fragmentos y comentarios de otros autores. Por otra parte, conocemos el infausto final de Andrómaca y Astianacte mediante la tradición de la materia sobre Troya y las tragedias. Troyanas y Andrómaca de Eurípides.
Respecto a Aquiles, ya sabemos: lo mató irónicamente Paris Alejandro, hermano de Héctor y perpetrador del desastre troyano, atravesando con una flecha el talón no ungido del héroe aqueo. Homero tampoco nos relató este suceso (al menos no de forma indiscutible), pues aparece en un poema titulado Pequeña Ilíadatambién desaparecido y atribuido, entre otros, al propio Homero.
Con todo el ímpetu de su areté semidivina, Aquiles, al igual que sus compañeros y enemigos de hermosas grebas, terminaron siendo juguetes en manos de un destino cruel, materializado alegóricamente en dioses todospoderosos pero débiles ante pasiones caprichosas; un juego que concluyó cuando la Parca, siempre puntual, hizo acto de presencia para extinguir el fuego de la grandeza heroica con sus dedos huesudos. Entonces, ni vencidos ni vencedores se salvaron: unos perecieron en el saqueo a Ilión, mientras que los otros, irreverentes ante los sagrados altares troyanos, debieron padecer la ira de los olímpicos transitando fallidos retornos al hogar.
Afortunadamente, alguna cuna de la Jonia arrulló a Homero para que, en su misteriosa adultez, nos reavivara por siempre los rescoldos de aquellas llamas antiguas.