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Tuesday, December 23, 2025
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    Los armeritas no pedimos compasión: exigimos memoria, dignidad y retorno

    El 13 de noviembre, se cumplen cuarenta años de la tragedia de Armero. Y, al parecer, esta es la única cifra cierta que tenemos sobre lo ocurrido. El número de muertos, de niños desaparecidos y de sobrevivientes sigue siendo referido con aproximaciones, con un margen de error de hasta un 20 por ciento. Vergonzoso. En todo caso, Hace cuatro décadas, un municipio con más de 28 mil habitantes —según el censo de 1985— fue arrasado por completo con ocasión de la erupción del volcán Nevado del Ruiz. La avalancha cayó por el cañón del río Lagunilla durante casi dos horas, hasta llegar al valle en el que se encontraba mi pueblo natal. Las pérdidas humanas superaron las 23.000 personas; los niños desaparecidos fueron más de 580, y los sobrevivientes, apenas alrededor de 5.000.

    Este año también se conmemora la huida del pueblo armerita hacia distintos lugares del territorio nacional. Una diáspora. Los pocos sobrevivientes nos asentamos en municipios como Ibagué, Honda, Soacha, Lérida y algunos en el antiguo corregimiento de Armero, llamado Guayabal, adonde se trasladaron —por ordenanza departamental y no por decisión libre de los armeritas— la cabecera urbana del municipio. Esto, aunque parecía bien intencionado, no contó con la más mínima planeación por parte del Estado. A diferencia de lo ocurrido en otras tragedias de la historia reciente de Colombia —como Armenia o Gramalote—, no hubo un plan para reconstruir Armero. El gobierno entregó unas pocas casas (en mal estado, por demás), que es muy distinta a reconstruir un pueblo, una identidad. Para ello se requería desarrollar infraestructura vial y social, y especialmente generar oportunidades productivas que ayudaran a salir —física y mentalmente— del lodo en el que quedamos enterrados los armeritas.

    El gobierno de turno falló al no evitar la tragedia humana —no la erupción, que era inevitable—, pero el Estado, en general, ha fallado casi deliberadamenteya sea por acción o por omisión, durante estos 40 años. La tragedia para los armeritas comenzó meses antes del 13 de noviembre de 1985, pero se ha perpetuado sistemáticamente hasta nuestros días.

    El Consejo de Estadopor ejemplo, en un fallo vergonzoso del año 1994, no solo negó las pretensiones del demandante que alegaba falla del servicio, sino que, además, afirmó que exoneraba al Estado colombiano por cuanto le era imposible saber cuándo ocurriría la erupción volcánica. Es claro que un evento natural como el ocurrido constituye un típico caso de fuerza mayor, y no hacía falta traer testigos del exterior, como lo hizo el Estado, para probar que no era posible predecir la fecha de la erupción. Lo reprochable es que, habiendo tenido meses antes información sobre la inminencia del evento y al menos dos horas para evacuar el pueblo mientras la lava descendía 23 kilómetros por el cañón desde el nevado hasta Armero, el Estado no había hecho nada. Como si fuera poco, no solo se negó la calidad de víctima al demandante, sino que, además, el Consejo de Estado lo condenó en costas.

    Por su parte, la Asamblea del Tolima, haciendo caso omiso de los más elementales principios derivados de la posición de garantía que tiene el Estado —entre ellos, el deber de evitar la causación del daño—, señaló en la ordenanza ya mencionado: “Saben los armeritas que quedaría expuesta la nueva cabecera a desaparecer en caso de erupción, pero han manifestado estar dispuestos a correr su propia suerte antes que abandonar lo que les ha sido tan caro: el amor por su tierra natal”. No, señores. El Estado no puede permitir la construcción en una zona catalogada como de “riesgo no mitigable”. Esa no es una decisión del administrado, sino un deber indeclinable del Estado: evitar nuevas tragedias humanas.

    Este episodio es apenas anecdótico e ilustra la deriva institucional a la que fuimos sometidos los armeritas, pues dicha afirmación carecía del más mínimo estudio técnico que determinará si el actual asentamiento de Armero-Guayabal se encuentra en zona de riesgo o no.

    En el año 2013, el Congreso de la República expidió la Ley 1682, mediante la cual el Estado buscaba “reivindicar la dignidad de una ciudad que fue sumida en el lodo y el olvido y favorecer el desarrollo integral y armónico de la economía del municipio de Armero-Guayabal”. Dicha ley presenta mandatos claros y exigibles: restitución jurídica, alinderamiento, parque temático, protección de ruinas, conmemoración anual. Pero no contiene en su texto un organismo autónomo de supervisión o un mecanismo institucional permanente de control ciudadano con funciones concretas de monitoreo de cumplimiento, por lo que no ha sido implementado. Además, dicha ley debía ser reglamentada en su totalidad, pero hasta la fecha no lo ha sido, excusa suficiente para que las entidades nacionales y departamentales eludan su cumplimiento. Cabe reconocer algunos esfuerzos aislados del Ministerio de Cultura —durante la administración de Juan David Correa— y del Sistema de Notariado y Registro en el avance del Registro Único de Propietarios Urbanos de Armero (RUPU). Sin embargo, la acción estatal ha sido casi nula en relación con el objetivo primordial de la ley: reivindicar la memoria y la identidad del pueblo armerita. No hay un solo doliente institucional que lidere e impulse su cumplimiento cabal.

    La norma impone al Estado, entre otras obligaciones: (i) propiciar la inversión y facilitar los medios para mejorar la calidad de vida en Armero-Guayabal; (ii) ejecutar acciones de restitución jurídica de los terrenos urbanos; (iii) promover programas de apoyo técnico y financiero para asistencia, capital de trabajo y activos fijos que conduzcan al desarrollo regional; (iv) diseñar programas de microcrédito orientados a las pequeñas empresas rurales y urbanas; y (v) ofrecer capacitación y asistencia técnica especializada. Todo ello ha brillado por su ausencia, impidiendo que los armeritas volvamos a nuestro pueblo y ejerzamos el derecho a la identidad y al arraigo territorial.

    Después de cuarenta años, el pueblo armerita necesita algo más que misas y monumentos.

    Reclamamos nuestro derecho constitucional a la identidad. Fuimos desplazados de nuestro territorio por una circunstancia ajena a nuestra voluntad, pero hoy queremos volver. Tenemos derecho a lo nuestro, a las raíces, a no ser olvidados. A que en nuestras cédulas figura que nacimos en Armero. A tener un territorio que nos pertenezca verdaderamente. Hemos andado por el mundo como nómadas contando una historia difícil de creer: no tenemos un pueblo natal. La reparación de los armeritas, como pueblo, no se ha dado, y este puede ser un buen momento para hacerlo. La reparación colectiva es necesaria, y los pocos sobrevivientes la necesitamos.

    No hablo de reparación por las muertes evitables ni por los daños físicos, psicológicos o materiales —a los cuales también tendríamos derecho—, sino de la necesidad de pertenecer nuevamente a un territorio que nos fue arrebatado: el derecho a reconocernos como comunidad. Esa es la reparación que hoy reclamo: la reconstrucción de mi pueblo mediante una verdadera política de Estado que nos devuelva lo que perdimos hace cuarenta años.

    Para ello se requiere reactivar la economía regional, como lo ordena la Ley 1682. Nadie querrá volver —y los pocos que aún permanecerán desearán irse— si no existen oportunidades productivas que permitan quedarse. Se necesita una política de Estado para revivir Armero, un propósito nacional que haga posible: (i) la creación de una comisión permanente de alto nivel encargada de ejecutar la política de reconstrucción con participación ciudadana, representantes del pueblo armerita y del Estado (nacional, departamental, municipal) para transformar el mandato legal en realidad concreta; (ii) la conformación de una Comisión de la Verdad que relata la historia como realmente ocurrió y promueva la búsqueda de los niños desaparecidos, en la que casi con las uñas ha trabajado incesantemente la Fundación Armando Armero; (iii) la identificación del grupo afectado; (iv) la culminación del RUPU, como paso previo a la acciones de restitución jurídica de terrenos urbanos, para lo cual necesitaremos jueces ad hoc que resuelva las controversias de pertenencia a las que sin duda nos enfrentaremos; y (v) la reubicación definitiva de la comunidad armerita en un territorio sin riesgo, con vías, hospitales, escuelas y oportunidades de desarrollo. Lo que necesita el pueblo armerita es que el Estado traslade verdaderamente el antiguo casco urbano de Armero a una zona segura, no por ordenanza departamental, sino como resultado de una política de reparación colectiva a un pueblo que ha sido revictimizado durante 40 años.

    Es momento de que el Estado promueva el retorno de los armeritas a través de proyectos productivos y de infraestructura social, y no con el sofisma de construir un parque en una zona de riesgo, al que probablemente solo iremos los armeritas cada 13 de noviembre. Armero fue, hasta antes de la tragedia, la ciudad más próspera de la región y puede volver a serlo. Esa es nuestra ilusión y nuestro proyecto de vida.Cuarenta años después, la tragedia de Armero no puede seguir siendo un expediente empolvado ni un recuerdo de efemérides. La omisión del Estado no se redime con homenajes, sino con decisiones.

    Es hora de que el país entienda que la reparación no se logra con flores ni discursos, sino con justicia, identidad y territorio. No pedimos compasión: exigimos memoria, dignidad y retorno. Porque un pueblo no muere bajo el lodo mientras conserva la esperanza de volver a casa.

    Los armeritas que piden ‘un lugar en el mundo’Familiares de víctimas hablan de una de las grandes heridas abiertas.

    “Amábamos todo lo que había en el pueblo y sus alrededores. Amábamos al río Lagunilla, que fue el que ocasionó la tragedia”, menciona Rodrigo Ariza, un periodista armerita que cuatro décadas después reflexiona sobre la identidad de su pueblo, que intentó ser sepultada con la avalancha. Además de haber perdido gran parte de su familia, para él, otra de las heridas que siguen abiertas es el hecho de que, como armeritas, ya no tienen una tierra a la cual volver: “No tenemos un terruño donde podamos decir que cuando esté viejo, quiero morir en la tierra donde nací”. Muchos tuvieron que reubicarse donde pudieron, esperando poder rehacer la vida que dejaban enterrada bajo el lodo espeso. En este, también quedaron las marcas de una cultura inmaterial con la cual comenzaron a sembrar raíces en nuevos lugares. “Nos vimos obligados a similar muchos aspectos de la identidad de otras regiones”, añade Carlos Murad, sobreviviente. En palabras de Jorge Mauricio Murad, “somos un pueblo disperso que reconstruyó su sentido de pertenencia desde la memoria. Nos repartieron por diferentes lugares en lugar de la reconstrucción estructural del municipio, lo que fragmentó el tejido social”. La sombra de la tragedia los sigue persiguiendo como una marca indeleble. Así lo explica Ana Deyssi Meneses, también armerita y sobreviviente de la tragedia. “Armero se convirtió en un símbolo de dolor, pero también de resiliencia para superar las adversidades”. Para Rosa Cecilia de Murad, “la tristeza grande de regresar a donde estaba el pueblo es ver que nuestros seres queridos se fueron, pero ese lugar destruido seguirá siendo Armero para siempre”.