EVARISTO MARÍN | ROMMEL MARÍN”Considero algo muy fortuito y memorable haber disfrutado de una larga y genial conversación con Jesús Soto. Al famoso creador del arte cinético lo entrevisté, una única vez en los años de su vejez”
Por EVARISTO MARÍN
De no haber sido periodista, quizás habría sido excelente panadero. Cocina unos panes bien sabrosos. Amasar y hornear es algo que aprendí en mi vejez. Me apasionan el pan árabe y el pan campesino concha gruesa. El oficio de escribir anda conmigo desde antes de los 19 años.
Confieso que no concibo vivir sin escribir. Ahora, cuando llego a los 90, Amazon me acaba de publicar en EEUU mi libro Huellas de vida en tinta y papel.. Es glorioso ver mi firma en una publicación del más grande sello editorial norteamericano. En ese libro compendio algunas de las grandes peripecias que logré vivir con la noticia, en mi época de reportero del prestigioso diario. El Nacional de Caracas y otros grandes periódicos venezolanos, en más de medio siglo de andanzas periodísticas.
En estos años, cuando por primera vez vivo lejos de Venezuela, unas veces en Houston y otras en Miami, logró saber lo que es un amanecer con nieve y temperaturas de hasta 16 grados bajo cero (eso me ha tocado vivir, lejos del trópico, en Houston, Texas) y me da risa solo pensar que en la Navidad de ahora falta conseguirme con Santa Claus y su famoso jojojojó. Si lo veo, lo entrevisto.
Con inevitable nostalgia, siempre estoy pensando en los azules del mar y el verdor de muchas montañas. Me emociono hablar de muchos años de playa y de inolvidables y frescos amaneceres por entre altos senderos de palmeras y de tupidos y frondosos árboles, en esos angostos y pedragosos caminos de mi infancia. Se me hace muy inolvidable verme acompañando a mi madre, Chon Marín, con su burra siempre cargada con mercancía hacia y desde el Parao, La Valla y la Aguada de Pedro González, La Estancia, La Rinconada de Paraguachí, Manzanillo, Aricagua.
Con mi madre y mi hermano Gilberto, de apenas tres años, el éxodo hacia los campos petroleros nos aventuró por primera vez fuera de Margarita, en 1946. Yo tenía once años, cuando en agosto de aquel año nos embarcamos en la balandra Julia María, de Alejandro y Ernesto Mara y navegamos a vela, con buen viento hacia Guanta, por toda una tarde y hasta la madrugada, desde la Playa de Pedro González. Cuando al final de una tranquila navegación, la Julia María ancló en Guanta antes del amanecer, las luces de la aduana se reflejaban sobre el mar tranquilo del puerto. Mi madre Chón ayudó al cocinero de la embarcación para colar el primer café. Ella, Gilberto y yo, dormimos sobre la cubierta del barco, en una estera de palma, bien abrigados con gruesas cobijas.
La solidaridad margariteña fue muy grandiosa y feliz para nosotros, en mis primeros años petroleros. Chon Marín logró que yo pudiera estudiar en las escuelas de Creole y de Socony, sin tener familiares trabajadores. Ese era un requisito. En Las Delicias de Jusepín, a los once años era yo alumno de segundo grado en la escuela José María Vargas de Creole. Alberto Rodríguez, padrino de mi hermano Gilberto, me presentó como su sobrino. Cuando nos fuimos para Anaco, otro trabajador petrolero, Pedro Rodríguez, conocido como Perunga y también nativo del Valle de Pedro González, alegó similar parentesco familiar, para inscribirme en el tercer grado en la escuela Socony Vacuum Nro 1. Formé parte del primer alumnado, en 1947.
En Jusepín, donde estudiaba el segundo grado, antes de llegar a clases a las 7 en punto de la mañana, ya había ayudado a Chon vendiendo sus empanadas de cazón en la parada de los obreros petroleros. En la tarde, volvía yo a la parada con mi caja de muchacho limpiabotas. No me iba mal, en algunas tardes llegué a ganar hasta siete y ocho bolívares. En Anaco, no vendí empanadas ni limpié zapatos, pero igual tenía que madrugar ayudando a Chon a moler cuatro o cinco kilos de masa para las arepas, antes de bañarme y alistarme para ir a la escuela. Connotada cocinera, ella preparaba vianda para ocho trabajadores de la Socony.
Conocí lo que es trabajar desde aquellos años de mi infancia y creo que eso me ayudó mucho en la vida.
Cuando comencé mis primeros ajetreos en el periodismo con el recién fundado semanario Antorcha (en El Tigre petrolero del Estado Anzoátegui) me desplazaba ágilmente hacia el hospital y la policía, en mi vieja bicicleta Raleigh. Esa bicicleta fue mi primer vehículo de trabajo. La suerte estaba de mi lado. Conté con la sabia y siempre muy acertada dirección del fundador de Antorcha, Edmundo Barrios, tipógrafo y periodista de Ciudad Bolívar y yo fueron de mucha ayuda los didácticos consejos de Juan Meza Vergara, linotipista de origen ecuatoriano con larga experiencia en La Estrella de Panamáel periódico más antiguo y famoso de toda Centroamérica. Meza Vergara fue mi primer maestro en el periodismo. Con el ruidoso teclado de su linotipo, Meza era supremamente diestro para levantar grandes galeradas de texto en plomo. Su grandiosa habilidad para redactar títulos era tan admirable como sus experiencias para abreviar textos. En los años que Meza Vergara se alternó entre su taller y la redacción, Antorcha Fue un periódico que circulaba por todo el oriente y sur de Venezuela, sin errores ortográficos. Eso era algo que se cuidaba mucho en la prensa venezolana.
Es mucho lo que se puede contar cuando se llega a la edad que ahora tengo. Yo puedo decir que he visto muy de cerca la sonrisa de la Monna Lisa. Claro que sí, la vi en el Louvre de París. Aplaudió a coristas bailando casi desnudas sobre la barra de un bar en Nueva York. Madrugador como siempre he sido, no puedo olvidar el gran placer que da amanecer entre el oleaje del mar. Eso lo viví muchas veces de muchacho en la Playa de Pedro González, en mi Isla de Margarita, Venezuela.
Perdí la cuenta de las celebridades a quienes tuve la oportunidad de tratar y de entrevistar. Dimitrios Demu, el escultor que esculpió en una plaza de Budapest, la más grande estatua erigida al dictador soviético José Stalin y luego en medio de muchas amenazas y de fuerte represión contra quienes adversaban la ideología comunista, logró escapar hacia Francia, desde Rumanía, formando parte de mi gran legión de amigos. Siempre contaba que ganó el concurso para la estatua a Stalin, compitiendo con más de 30 escultores. De eso y de su espectacular fuga de la órbita soviética, antes del derribamiento del Muro de Berlín, escribió La Sonrisa de Stalinun libro editado en francés en París. Hasta su súbita muerte, en 1997, Demu era muy frecuente en mi casa en Lechería. Benilde y mis muchachos lo trataban como un familiar. Era de una sencillez increíble. En Venezuela, legó a la posteridad Los Pájaros y otros grandes monumentos que cambiaron el paisaje urbano de Barcelona y Puerto La Cruz. Sus maquetas, fotografía, réplicas y algunas de sus obras en acero inolvidables, se exhiben en el Museo Demu de Lechería, edificación con espectacular parecido a una nave metálica espacial, diseñada por el genio de la arquitectura Fruto Vivas y financiada por su hermano empresario Nicolás Demu, inmigrante rumano que prosperó con muchos negocios en Venezuela.
Considero algo muy fortuito y memorable haber disfrutado de una larga y genial conversación con Jesús Soto. Al famoso creador del arte cinético lo entrevisté, una única vez en los años de su vejez. En una tertulia con el poeta Gustavo Pereira y el pintor y escultor Gilberto Bejarano —al rescoldo de la Bienal de Artes Plásticas de Puerto La Cruz bautizada con su nombre— Soto recordó con emocionada y nostálgica expresión, su época de muchacho pobre, pintor de carteles para el cine América en el Paseo Orinoco de su Ciudad Bolívar. Esos recuerdos y los de sus económicamente muy apremiantes, pero muy felices primeros años de perfeccionamiento en artes plásticas en Francia, cuando se ganaba la vida con su guitarra y sus canciones en algunos cafés de París, lo terminaban envolviendo en alguna inevitable nostálgica, pero enfatizaba que para él fueron experiencias muy invalorables. En su época de Ciudad Bolívar, por lo escaso y caro de la pintura, Soto se las ingeniaba para mezclar el intenso azul del añil con otros colores. Eso le permitía hacer más llamativas las letras de aquellos carteles de cine pintados en rústico papel de estraza, con los títulos de las películas y nombre de los artistas de Hollywood, en los años de la Segunda Guerra Mundial. No olvidó nunca que en París vivió noches de muchos aplausos en Montmartre, cantando a dúo con Aimeé Betancourt, pintora y escultora guayanesa a quien admiraba mucho por su linda voz. “Las canciones eran más románticas cuando las cantaba Aimeé”. En su vejez, Soto acarició la idea de volver a vivir en Venezuela. Eso no pudo ser. A muy avanzada edad y con muy quebrantada salud, la muerte, lo sorprendió en su residencia de muchos años en París. A la muy bellísima y tropical casa de playa, que se hizo construir en agreste cercanía de las salinas de Araya, solo pudo venir en dos o tres muy cortas vacaciones. Soto trazó su bella arquitectura en su taller en Francia. Descubrió demasiado tarde que ese paisaje azul de Araya era el más espectacular para su retiro.
Haber parrandeado con Marco Antonio Muñiz, el célebre bolerista, oyéndole sus canciones al son de su bella guitarra, forma parte de mis alegrías. Eso lo viví en la casa de un amigo, el periodista Ebert J. Lira. El Cojo Lira se llevó al gran cantante mexicano, desde el Meliá Puerto La Cruz, para darle una serenata a su mujer, Liseth Díaz, en su cumpleaños. El festín terminó con voces muy borrachas coreando con Muñiz y su guitarra, “pero sigo siendo el rey” cuando ya el sol repuntaba en el claro amanecer de Barcelona.
Soy un gran admirador de Agustín Lara y sus boleros. Me desvivo por oír a Javier Solís y a Pedro Infante. Más de una vez tarareado los corridos de Jorge Negrete. Mi gran afición por el cine mexicano y sus estrellas, anda conmigo desde muchacho, pero nunca llegué a pensar que alguna vez iba a bailar rancheras con la gran rumbera y la actriz Amalia Aguilar. Eso lo viví en el hotel El Lago, en mi época de Corresponsal de El Nacional en Maracaibo, en 1960. Yo la había visto de protagonista en el melodrama musical jesusita en chihuahua en el cine al aire libre de los Carrasco en Las Parcelas de Anaco. En Maracaibo bailé con ella al ritmo alegre de unos mariachis. Poco faltó para que fuéramos novios.
En mi lancha “La Fiera” viví muchas divertidas faenas de pesca, con mis hijos Evaristo Manuel y Rommel. No se me olvida que al sur de la Isla La Picúa (muy cerca de la ensenada de Santa Fe, en la costa de Sucre) capturamos un día tres grandes ejemplares de pez trompeta. Ese es un nombre muy musical para un pez muy feo y bastante raro, de color rojo, pico muy parecido pero más largo que los de un alcatraz y cuerpo delgado y culebreante como los del tajalí, con un delicioso sabor a langosta. En La Castellana y la avenida Solano de Caracas, pagan a un alto precio la carne de langosta de ese pez tan excepcional. Benilde mi esposa, quien siempre fue una cocinera colosal, los gratinó en el horno a la termidor, con abundante mantequilla y queso parmesano. Una exquisitez, rociada con Chablis francés, el vino de mi gran amigo cirujano Pedro Aristimuño Palacios. Esa noche cenamos en mi casa como en el mejor restaurante de París.
En Lechería y por invitación de Aristimuño Palacios y de su esposa María Auxiliadora, compartimos muchas veces con el médico y tenor Jesús Sevillano, famoso por haber formado parte del recordado quinteto musical Contrapunto. Sevillano tiene una gran predilección por la cocina española. El placer de tenerlo como Chef, en algunos sábados y domingos, no se nos olvida. Tampoco que en alguna oportunidad coincidió con ellos en mi casa, Misael Salazar Léidenz, connotado periodista. Jefe de los Corresponsales de El Nacionalcuando estaba de moda como escritor con su libro “Geografía erótica de Venezuela”. Misael era de madre falconiana y de padre margariteño. Salazar Leidenz nació en Coro, pero vivió y convivió largamente desde muchacho con la familia de su padre Salazar, en Laguna de Raya, cerca de La Arestinga y de las Tetas de María Guevara, en las vecindades de Macanao.