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Tuesday, December 23, 2025
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    Homenaje a Eduardo Chibás (2/2)

    Eduardo Chibas | archivofamiliarTextos de Paola Romero, Domingo Plaz, Gonzalo Candia Falcón y Armando Planchart Mendoza

    paola romero

    El último creyente

    Digamos que el mundo está dividido en tres tipos de personas: aquellos que creen que el ideal es posible, los que creen que el ideal es imposible, y un tercer grupo que considera que el ideal es deseable, pero imposible. Eduardo Chibás pertenecía a este tercer modo de pensar. Este mundo está limitado a ofrecernos respuestas contingentes, transitorias, materiales e insatisfactorias a las preguntas esenciales de la vida: qué es la belleza, qué es la ética, soy realmente libre, tiene la vida un sentido. Para Chibás, estas preguntas eran ineludibles, pues el ideal es una necesidad vital del hombre, aunque la consecución del mismo sea imposible para seres mortales somos nosotros. Es este aspecto el que hacía de Eduardo una persona con la que siempre me gustó conversar: su complejidad y su capacidad de aguantar las contradicciones —por un lado, nuestro anhelo del ideal, y por otro, un pesimismo racional sobre los límites de nuestra existencia. La música, su mayor pasión y la filosofía, eran para Chibás medios para acercarnos al ideal, instrumentos estéticos y civilizatorios que nos permiten alejarnos por un momento del mundo, para tocar así sea por un instante, el terreno de la trascendencia. Chibás no era un idealista en síni tampoco un nihilista. Era un hombre que creía en el poder de la belleza y de las ideas. En un mundo tan superficial y provisional como el nuestro, añoro conversar (y discutir) ese arte hoy casi extinto con Chibás, el último creyente.

    Domingo Plaza

    Asowagner: crónica de una pasión heroica en Venezuela

    Se cuenta que en 1991, durante su primera visita a Caracas, el legendario director Sandor Végh pidió a los jóvenes músicos de su Camerata Académica de Salzburgo que observaran con atención el lugar donde, según su visión, se gestaría un “nuevo Renacimiento”. Esta generosa apreciación del maestro refleja el ambiente de un universo artístico inesperado que lo sorprenderá en su visita a Venezuela en aquellos días.

    Apenas un año después, en 1992, nacía en Venezuela una iniciativa cultural insólita y audaz: la Asociación Wagner de Venezuela (Asowagner), un faro dedicado no solo a la obra de un compositor, sino a la celebración de una visión transformadora del arte y la sociedad.

    Nació del encuentro entre una comunidad de espíritus elevados y una audaz visión transformadora del arte, tal como nos lo recuerda en sus escritos Giuseppe Tulli, uno de sus fundadores. Asowagner no fue creado para ser un simple club de melómanos, sino una cátedra abierta, un espacio para explorar los pilares del pensamiento wagneriano: la teoría del arte, los mitos nórdicos, la civilización griega y, sobre todo, la noción del “héroe” como motor de la civilización.

    Esta idea de “héroe”, hoy quizás remota, es la columna vertebral que una la Grecia antigua con el drama wagneriano. No se trata del héroe de capa y antifaz, sino de su concepción clásica: aquel individuo que se atreve a confrontar su destino, a superar la condición humana a través de la voluntad y el sacrificio, forjando la grandeza en la acción. Es la lucha por la excelencia (areté) contra la fatalidad. Este arquetipo es precisamente el que Wagner rescata y transforma en el crisol de su teatro y de su música.

    En el universo wagneriano, este ideal heroico adquiere rostros inolvidables. Es el artista en Tannhäuser, que lucha por reconciliar la pasión sensual con la redención espiritual, buscando un lugar para el arte en la sociedad. Es el caballero del cisne, Lohengrin, cuya intervención divina busca redimir al alma humana, pero cuya acción depende de una fe incondicional. En la monumental saga de El Anillo del Nibelungo, el heroísmo se desdobla: es la humanización de la divina valquiria Brünnhilde, que descubre el amor y la compasión, y es el sacrificio de Siegfried, el “hombre nuevo”, cuya muerte purifica un mundo corrompido por el poder y la codicia, permitiendo el reencuentro del hombre con la naturaleza. Finalmente, en Parsifal, el heroísmo se sublima en la figura del “ingenuo puro”, que alcanza la sabiduría a través de la compasión, renovando la revelación espiritual del Santo Grial.

    Fue bajo este inspirador estandarte heroico que Asowagner se convirtió en un catalizador de proyectos que marcaron la historia musical del país, como la primera producción de Lohengrin en 1993 y una trascendental puesta en escena de La valquiría en 1998, realizada en colaboración con el propio Festival de Bayreuth. El corazón palpitante de este movimiento fue, desde el principio, el maestro Eduardo Chibás y su esposa, María Cristina Puente (Maricris), quienes convirtieron su residencia, la Quinta Mousiké, en un santuario para el arte y el pensamiento.

    El legado del maestro y la batuta heroica.

    Paralelamente a su labor en Asowagner, Eduardo Chibás forjaba un legado imperecedero desde el podio. Fiel a esa concepción heroica de la música, cometió la monumental tarea de grabar el ciclo completo de las nueve sinfonías y los cinco conciertos para piano de Beethoven al frente de las orquestas sinfónicas de Venezuela y de Carabobo. Su batuta se adentró también en la colosal arquitectura sonora de las sinfonías 7, 8 y 9 de Bruckner y en la gracia lírica de Mozart y Schubert.

    Como era de esperar, el cosmos wagneriano resonó con especial fuerza en su espíritu, dejándonos versiones memorables de fragmentos emblemáticos como el adiós de Wotan, la marcha fúnebre de Sigfrido y el preludio de los maestros cantores. Este tesoro sonoro, testimonio de una vida dedicada al arte, pervive hoy en el portal furtwanglersound.com, junto a sus meticulosos trabajos de remasterización.

    El silencio y el renacer.

    Como a tantas instituciones culturales, la pandemia impuso un silencio forzoso. Las reuniones en Mousiké cesaron y los encuentros se trasladaron a la esfera digital, un esfuerzo valiente por mantener viva la llama en tiempos de aislamiento. Sin embargo, el golpe más profundo llegó en marzo de 2023 con la inesperada caída del maestro Eduardo Chibás.

    Su partida dejó un vacío inmenso, pero también actuó como un llamado a la acción. El eco de una idea tan poderosa no se extingue fácilmente. Impulsada por la entereza de Maricris y el compromiso de sus miembros, Asowagner ha iniciado una etapa de renacimiento.

    Hoy, la asociación vuelve a ser un punto de encuentro vibrante. Ofrece un ciclo de conferencias mensuales, tanto presenciales como digitales, abiertas a todo público. La música en vivo ha regresado con eventos memorables, como el concierto en homenaje a Eduardo con la Orquesta Sinfónica de Venezuela y la aclamada presentación de la soprano búlgara Sonya Yoncheva junto a la Orquesta Sinfónica Simón Bolívar bajo la batuta del maestro Domingo Hindoyán.

    Con la mirada puesta en el futuro, numerosos proyectos guardan el momento oportuno para florecer.

    Un llamado a la proeza personal

    Nietszche lo había presentido y Zaratustra lo expresó así: “Sin música, la vida sería un error”. Un paisaje sin color. Un exilio del espíritu de su verdadera patria. Porque la música es el arte que nos enseña a decir un rotundo SÍ a la vida, a abrazar su plenitud, su profundidad, su luz y su sombra, sin pedirnos nada a cambio.

    La llama wagneriana no busca consumir, sino iluminar; ser un faro que guía a los espíritus libres hacia horizontes más vastos. Asowagner, entonces, nos convoca a proseguir un diálogo con esas altas visiones —Beethoven, Wagner, Bruckner, Chibás— que pueblan esta memoria compartida. La proeza heroica de mantener encendida la llama de la gran música en Venezuela es, hoy más que nunca, una quijotesca pero irrenunciable forma de resistencia.

    Gonzalo Candia Falcón*

    Chibás y Furtwängler: Música y Trascendencia

    El primer encuentro entre Eduardo Chibás y el arte de Wilhelm Furtwängler tuvo lugar durante su adolescencia. Su familia acababa de iniciar el exilio en Nueva York, tras el ascenso de la tiranía marxista en su Cuba natal. Por esos años, Eduardo ya era un niño distinto a los demás. Dotado de una profunda inteligencia, sensibilidad y cultura, manifestaba intereses muy distintos a los de sus compañeros de clase. Muy tempranamente desarrolló una verdadera pasión por la música clásica, alimentada por los vinilos que su madre conservaba en la casa familiar.

    Fue en ese contexto que, a los catorce años, un jovencísimo Eduardo Chibás escuchó una grabación de Wilhelm Furtwängler por primera vez. Se trataba de aquella edición del sello HMV de la Novena Sinfonía de Beethoven, tomada de un concierto en vivo, durante el Festival de Bayreuth, de 1951. Si bien esta audición le produjo un hondo impacto, sería la siguiente la que marcaría el inicio de su conexión profunda con el mundo musical de Furtwängler. Eduardo encontró en casa la grabación publicada por DG del concierto ofrecido el 27 de mayo de 1947, en el que Furtwängler se dirigió por segunda vez —tras el término de la Segunda Guerra Mundial— a su querida Filarmónica de Berlín. Se trataba de una interpretación de la Quinta Sinfonía de Beethoven, marcada por la tensión y el conflicto, la oscuridad y la luz. En palabras del propio Eduardo, aquella grabación lo «conmocionó» profundamente. El impacto que tuvo la audición de esta grabación se proyectó a lo largo de toda su vida y ese impacto, a su vez, reverberó hacia todos quienes conocíamos a Eduardo.

    Eduardo comenzó a escuchar registros de Furtwängler en una época en que el interés por el maestro alemán apenas comenzaba a resurgir tras años de relativo olvido. En efecto, tras su muerte, acaecida en 1954, sus interpretaciones comenzaron a verso como excesos idiosincráticos de un romanticismo pasado de moda. Sin embargo, a partir de la segunda mitad de la década de 1960, fue posible anunciar un renovado interés en los registros de Furtwängler. En este escenario, Eduardo apoyó con entusiasmo la tarea de difundir el conocimiento de las interpretaciones del maestro alemán. Lo hizo, en primer lugar, a través de una serie de programas de radio que ofrecieron en las emisoras universitarias de la Universidad de Columbia, durante sus años como estudiante. Más adelante, y de manera totalmente autodidacta, Eduardo se dedicó a remasterizar numerosos registros de conciertos de Furtwängler, trabajos que sirvieron de base para la creación de su sitio web. Furtwanglersound.comel cual sigue vigente hasta el día de hoy gracias a los esfuerzos de su familia.

    Eduardo abordó la remasterización de las grabaciones de Furtwängler con el propósito de aproximarse a un sonido lo más natural y fiel posible, sin alterar la música ni recrearla a partir de artificios técnicos. Sin embargo, lejos de considerar sagradas las limitaciones propias de la tecnología de la época, o los errores cometidos por los ingenieros de sonido, procuró corregir defectos evidentes en los registros disponibles de Furtwängler, tales como la extrema manipulación de las dinámicas. Todo ello, sin comprometer al tenor de la interpretación. En este sentido, Eduardo cuestionaba la obsesión contemporánea con la “autenticidad”, señalando que las grabaciones históricas, por su propia naturaleza técnica, no deben confundirse con una representación absolutamente fidedigna de lo que realmente se oyó. Más que una reconstrucción imposible, Eduardo ofrecía una escucha honesta, depurada y respetuosa, pensada para acercar al oyente moderno a una experiencia musical viva.

    El trabajo de Eduardo ha sido reconocido a lo largo de los años por críticos y estudiosos de la talla de Henry Fogel y Marc Medwin. Comentarios positivos sobre sus ediciones fueron publicados por la revista Trompeteo en los Estados Unidos. Sus remasterizaciones se fueron convirtiendo, poco a poco, en un punto de referencia obligado para coleccionistas y conocedores. Por ejemplo, cuando en marzo de 2019 el sello de la Filarmónica de Berlín editó su propia versión remasterizada de los registros efectuados por Furtwängler entre 1942 y 1945, el conocido ingeniero en sonido norteamericano Gary Galo utilizó las remasterizaciones de Eduardo como parámetro de comparación en un artículo académico publicado en el volumen No. 50/2 de la prestigiosa Revista ARSC. Incluso, Galo concluyó que algunos de los trabajos de Eduardo eran superiores a aquellos remasterizados efectuados por el sello de la referida orquesta.

    Entre los remasterizados más destacados de Eduardo se encuentra la Novena de Beethoven de marzo de 1942, junto con las versiones de la Quinta y Séptima sinfonías del mismo compositor, de 1943. También sobresale su verdadero trabajo de reconstrucción del registro de metamorfosis de Strauss, cuya versión previa de DG era prácticamente inaudible. Logros similares alcanzados con los remasterizados de la heroica de Viena (1944) y la Novena de Bruckner en Berlín, registrada ese mismo año. Uno de sus mayores desafíos fue la remasterización del Anillo del Nibelungodirigido por Furtwängler en La Scala en 1950, trabajo del cual Eduardo se sintió especialmente orgulloso.

    El interés de Eduardo por el arte de Wilhelm Furtwängler lo acompañó hasta su temprana muerte. Aunque no alcanzó a concluir el libro que quería elaborar sobre el director alemán, basado en décadas de estudio y recopilación, sus remasterizaciones y comentarios —aún disponibles en Furtwanglersound.com— constituyen un testimonio elocuente de su sensibilidad, inteligencia y capacidad para comprender no sólo el sonido, sino también la filosofía que animaba la interpretación de Furtwängler.

    Siempre me pregunté de dónde provenía el profundo interés que Eduardo sentía por el arte de Furtwängler. Con el tiempo, concluí que ese interés estaba arraigado en una necesidad muy honda: el deseo de Eduardo de acceder a la verdad última sobre la condición humana. Todos quienes lo conocemos podemos dar testimonio de esa búsqueda, incluso si no compartimos plenamente las conclusiones a las que llegó en su camino. Eduardo no buscaba verdades superficiales; aspiraba a la verdad con mayúscula, aquella que toca el misterio de la trascendencia del hombre. Conversar con él era asomarse a una lucha interior intensa, marcada por tensiones, claridades y sombras, victorias y desgarros. En un espíritu tan inquieto como el suyo, esa búsqueda difícilmente podía vivirse de otra forma.

    Creo que Eduardo reconocía destellos de su propia lucha interior en las interpretaciones de Furtwängler: en sus contrastes dramáticos, en esa forma de director única que parecía encarnar el conflicto mismo entre el caos y el sentido. Tal vez por aquellas versiones del maestro alemán —en especial las registradas entre 1942 y 1945— lo conmovían con tanta intensidad: porque en ellas veía reflejado su propio combate en la búsqueda de la Verdad. Quiero creer que, tras su partida, Eduardo haya finalmente alcanzado esa Verdad con mayúsculas, y que, en ese encuentro sereno, haya hallado la paz y la trascendencia que su alma tanto anheló… acaso muy cerca de ese mundo eterno que Furtwängler supo vislumbrar en tantas de sus inolvidables interpretaciones.

    Antonio Planchart Mendoza

    El Beethoven de Eduardo Chibás

    Corría el mes de marzo de 2005 cuando, a mis 26 años, conocí a Eduardo Chibás. Mi cuñado José Luis Lomónaco me invitó a un concierto en la Sala José Félix Ribas, en el que Eduardo dirigió la Orquesta Sinfónica Venezuela en un programa dedicado a Beethoven. Después de una sólida interpretación del Concierto N° 4 para piano y orquesta, a cargo del pianista brasileño Luis de Moura Castro, Eduardo atacó la celebérrima Sinfonía N° 5 en Do menor. Utilizo deliberadamente el verbo “atacar” porque esa interpretación me dejó perplejo y con un mal sabor de boca. Las “Quintas” que había escuchado hasta entonces eran muy diferentes, mucho más equilibradas y quizás, vistas retrospectivamente, más aburridas o, en todo caso, convencionales. Recuerdo que le dije a mi cuñado que aquello no me había gustado nada, que no comprendía por qué ese amigo suyo había sido tan caprichoso con los cambios de tempoy sentencié —pretenciosamente— que sus decisiones habían arruinado la arquitectura interna de la sinfonía. Confieso, además, que atribuí todas esas “excentricidades” del director a su falta de formación profesional como músico y al prejuicio que hasta entonces me había llevado a evitar sus conciertos: de Eduardo sabía yo que era un wagneriano furibundo (promotor principal de esas funciones históricas de “La Walküre” del año 1998) y un director aficionadoque —entre otras “osadías”— había traído a la Camerata de Salzburgo para dirigirla en Caracas.

    Entonces no adiviné que una semana más tarde, de nuevo por invitación de José Luis, estaría sentado frente a Eduardo, en la que sería la primera de las innumerables reuniones de la Asociación Wagner de Venezuela a las que él asistió hasta el sol de hoy. Mi cuñado le dijo que me había llevado a su concierto; Unos segundos después, me encontré con la inevitable pregunta, proferida con su voz, de suave acento cubano, pero inequívoca incisividad: “¿Qué te pareció?”. Y a mí no se me ocurrió otra cosa que contestar con la verdad: su Quinta no me había gustado.

    Con los años entendí que esa salida muy imprudente mía podría haber hecho que mi interlocutor me arrancara la cabeza, pero —sorprendentemente— no fue así. Por el contrario, Eduardo me dijo: “Siéntate, que te voy a explicar por qué dirijo así la Quinta Sinfonía”. Aquello fue el inicio de una valiosa conversación que, no exenta de álgidas discusiones, se extendió por casi dieciocho años. Esta me permitió profundizar intuiciones previas sobre la música de Beethoven y adquirir conocimientos que, desde entonces, han guiado mis interrogantes sobre el significado de la música.

    Para Eduardo, la música no era un mero agregado de sonidos destinados al esparcimiento o al relleno del ocio. Aborrecía el concierto dominical, esa asamblea que se congrega con el propósito meramente trivial de aplacar las consecuencias del tedio o alimentar la pretensión de ser “culto”. Las obras que le interesaban, un corpus no demasiado vasto en número, pero sí en grandeza —las de Beethoven, Wagner, Bruckner, y algunas de Mozart y Schubert, poco más—, constituían una suerte de angustia vital, de andamiaje ontológico que le permitía sustentar su particular visión del mundo, fuertemente imbricada en la cultura de Grecia antigua y en la épica heroica.

    Así, Eduardo no vio ninguna diferencia (más allá de los caprichos del tiempo y el espacio, o de la realidad y la ficción) entre las hazañas de Aquiles o Ulises cantadas por Homero en “La Ilíada” y “La Odisea”, el trágico sino de los personajes de Esquilo y Sófocles, la terrible de la escultura o de la pintura de Miguel Ángel, los grabados y la poesía de William Blake, o la epopeya hecha música de una sinfonía de Beethoven. En todas estas expresiones del espíritu de grandes artistas residen, para él, la sustancia última que insufla vida a la civilización occidental (que él veía en franca decadencia) y sus dos piedras angulares: la libertad y el concepto de individuo.

    Eduardo Chibás nunca pudo haber hecho suya la famosa frase que se le atribuye a Arturo Toscanini sobre el primer movimiento de la Sinfonía Heroica: “…algunos escuchan a Napoleón, otros una lucha filosófica. Yo sólo oigo un Allegro con brio”. En la concepción de Eduardo, la música de Beethoven encarnaba ideas de profunda nobleza, arraigadas en el legado heroico de la antigüedad. No faltaba quien, reeditando viejas discusiones decimonónicas, le preguntaría ocasionalmente en los cónclaves sabatinos de la Asociación Wagner: “¿Cómo puede el sonido transmitir una idea?”. Y entonces Eduardo salía a la carga con entusiasmo, explicando con su característica generosidad y sus inagotables argumentaciones los significados derivados de la interacción y la mutación de los temas bajo la forma sonatala “personalidad” que las tonalidades conferían a la música, las transformaciones que acarreaban las modulaciones y relaciones tonales, y un sinfín de elementos que desgranaba con profunda sabiduría ante la fiel audiencia a la que él y su incansable esposa Maricri abrían las puertas de su casa en Santa Paula.

    De esta manera, Eduardo logró convencernos de que en las cuerdas de la Segunda Sinfonía ardía el fuego de Prometeo. La Heroica (su favorita, y también la mía) trazó el viaje completo de un héroe que, tras batallas contra la realidad mundana, moría y descendía a los infiernos para renacer, transformado en un nuevo hombre. Este arco lo comparaba espléndidamente con el plan de Miguel Ángel para el techo de la Capilla Sixtina. Nos decía que la Quinta presentaba al hombre en lucha contra su destino, sobre el que finalmente triunfa —gozoso— en el último movimiento; que la Sexta no era el bucólico paseo campestre con avecillas imaginadas por la mayoría, sino la traducción musical de las diversas formas en que el ser humano se relaciona con la Naturaleza; y que el alegro inicial de la Novena ponía al hombre a enfrentarse nada menos que con la inexorabilidad del cosmos.

    Claramente, el Beethoven en el que Eduardo se concentró, tanto en su pensamiento como en su hacer musical, fue el del “período medio”: aquel de la mayoría de sus grandes sinfonías y de las obras de cámara de espíritu heroico. Estas eran las piezas de Beethoven que mejor congeniaban con su sensibilidad y su manera de percibir el mundo. Las últimas sonatas y cuartetos de Beethoven, o su Misa solemneaunque admirables, no le resultaban cercanos. Afirmaba que eran obras demasiado abstractas e introspectivas, excesivamente supeditadas a la forma para su propia subsistencia musical, y que, a su juicio, mostraban una imposibilidad de lograr los clímax musicales épicos que Beethoven había alcanzado antes del Congreso de Viena de 1815.

    La obsesión vital de Eduardo por lo heroico (que le hizo, en forma radical, despreciar importantes obras artísticas que se adentraban en otros vericuetos menos elevados de la naturaleza humana) era, seguramente, de la misma estirpe que la que acompañaba a Borges. Al igual que Juan Dahlmann, el bibliotecario del cuento “El Sur” que (¿en medio las fantasmagorías de un delirio febril?) hallaría la muerte por arma blanca en una reyerta de arrabal, al no poseer la habilidad de sus antepasados ​​con las armas, es casi seguro que Eduardo —matemático transformado en publicista de éxito—se sintiera en desventaja, como hombre de acción, respecto a sus ancestros políticos y guerreros.

    Nadie puede cuestionar que, como el Dahlmann borgiano, Eduardo quizás jamás empuñaría un cuchillo con destreza. Pero tuvo el arrojo de tomar la batuta y valerse de sus ideas para comunicar, sin ser un músico profesional, una visión muy personal de la música, tanto la de Beethoven como la de los otros compositores que le interesaron. Allí reposan, para las generaciones futuras, sus dos ciclos completos de las sinfonías beethovenianas (uno grabado con la Orquesta Sinfónica de Carabobo y otro con la Orquesta Sinfónica Venezuela) y de los conciertos para piano con de Moura Castro, registros en los que los curiosos podrán captar algo de lo que yo mismo experimenté aquella lejana tarde de marzo de 2005, cuando por primera vez vi a Eduardo Chibás, subiendo al podio para dirigir la Quinta de Beethoven.

    *Abogado. LL.M y Doctor en Derecho por la Universidad de Georgetown. Profesor Asociado de Derecho Constitucional y Derechos Humanos de la Facultad de Derecho de la Pontificia Universidad Católica de Chile.