MARÍA FERNANDA PALACIOS | ALEJANDRO SEBASTIANI VERLEZZATextos de Juan Pablo Gómez Cova, Alejandro Sebastiani Verlezza, Diego Arroyo Gil, María Teresa Martí, Eduardo Elechiguerra R. y Ricardo Ramírez Requena
Juan Pablo Gómez Cova
Mi reino por un seminario
Hace unos años, queriendo ser ingenioso y sin faltar a la verdad, escribí en una red social que daría “mi reino por un seminario de María Fernanda Palacios sobre demonios de Dostoievski”. El párrafo shakesperiano era un intento de expresar mi sensación de desajuste: en ese momento leía esa novela por primera vez, muchos años después de haber dejado de ser alumno de María Fernanda (como si fuese posible “dejar de ser su alumno”). Había era nostalgia y anhelo a la vez. Y me quejaba de no haber podido dar en Europa con esa atmósfera, con ese tumbaocon ese afecto que se sentía en sus clases. ¿Seré yo? ¿Estaba malacostumbrado a ese esplendor? La ciudad donde resido es seca a nivel climático, y aquello repercute en los caracteres, los tonos y los gestos. Una estepa helada en invierno y soporífera en verano, donde se destacan las piedras. No, aquí no hay una María Fernanda. Aquí no hay chaguaramos, mucho menos “criollísimos saboreos”. Pero, lo más curioso, no hay tanteos imaginarios con las ansias nihilistas que se ciernen como sombras sobre uno al leer a Dostoievski. Y eso que el clima de aquí réplica en algún grado al de las estepas rusas. Pienso que a Conrad no le gustaba Dostoievski porque le debía mucho, pero además porque nunca lo leyó en las clases de María Fernanda.
Más allá de lo personal (¿hay algo más allá de lo personal?), lo que más extraño de María Fernanda es su poder imaginativo para traerme la San Petersburgo del XIX o la Andalucía previa a la Guerra Civil a un salón de clases en la Ciudad Universitaria de Caracas con tanta nitidez. Sus clases sí que eran el reino de la imagen. Nada podía igualar la magia de ese traslado múltiple que se gestaba en la lectura. María Fernanda enseñaba a leer; es decir, enseñaba a otorgarle sentido a nuestras ínfimas historias personales porque la literatura nos hace acordarnos de nosotros mismos.
Con María Fernanda conversé mucho. Desde siempre, nos fuimos juntos. Tuve la extraña suerte de ser casi su vecino. Por allí me colé, y así, me llevó muchos años a mi casa, mientras yo fui estudiante. Y después, cuando simultáneamente ser su colega universitario, la llevé yo a la suya, como para dibujar el círculo completo. En esos trayectos, yo escuchaba y escuchaba. La clase se expandía, mientras bajábamos/subíamos la montaña: se incorporaban la política, el Instituto Warburg, Gardel, el béisbol, la perestroika, las historias personales, las huelgas, el país, Ajmátova, Calasso, Lezama y Lorca. Yo recreaba su niñez —a través de sus comentarios—, su propia mitología de doncella criolla, con sus dulces, sus mangos, el taller de su madre y sus memorias parisinas. Poco a poco, nos fuimos labrando una complicidad, un espacio mutuo, un guiño tan elusivo como íntimo. Se me ocurren muchas anécdotas, muchos asombros, muchos elogios que no caben en este espacio. Después de ella, nunca he estado en un aula de clases sin que, de un modo u otro, esté presente.
Alejandro Sebastiani Verlezza
Tarjeta postal para María Fernanda Palacios
Tanto que decir sobre nuestro profe y sus tremendos ensayos y su poesía y sus collages y su perspicacia con sentido de la realidad y mucha intuición, el vuelo metafórico de su conversa y el súbito cómplice de sus pausas, reparos, digresiones, figuras y salidas que suelen caer así, como si nada; “López dijo que la psique tira velos”, soltó una vez, entre amigos; así, como si nada, el comentario abrió una leve rasgadura en la jovialidad del instante y por ahí llegó el tokonoma y así ha sido desde que el recuerdo, hace un par de décadas ya, abriendo y mostrando puertas, cruces, pasadizos, generosamente; y por eso esta postal quiere ser un brindis, sí, por las vocaciones que ha encaminado dentro de la Escuela y la exploración que suele abrir en el “nervio” de Literatura y Vida –rusos, acmeístas, homéricos, románticos, modernos– y más aún cuando el capote recontra-hiper-requete-remendado de la Ciudad Universitaria que llevamos muchos adentro no se deja reventar así de fácil –¡olé!– en medio del aguante; sí, Mafer, brindo, la vida de tus cursos lo merecen, mientras amanan –todas las divinidades quieran– los despeñaderos venezolanos; Brindo y Brindo, como el volatinero, sin teatro fijo, por enseñarnos a leer –leernos– en las voces de los autores y la trama –el alma– de las ciudades (Caracas, París, San Petersburgo), todas las transitamos en un corredor desde la Facultad hasta el boulevard y más allá de este. acá; Brindo, pues, por la fuente de la poesía y los golpes de dados y el duende y la raíz de toda vida. y por lo que Dios no salvóseguro agregarías, aunque allí donde aparece el peligro… atraviesa el paisaje el jinete de Pushkin.
“Tú sabes que yo no tengo obra sino clase”, le oí decir en el pasillo de Ingeniería, pero pudo haberlo comentado en la rampa de Letras o la puerta de la 201; ahí está, de nuevo, clase y obra, obra y clase, dos momentos del mismo pulso que oscilan entre la inquieta calma de sus páginas –¡qué obrar!– y las aulas; según el ánimo y la situación, los encuentros se desenvuelven como un ensayo que va volviéndose poema, pieza teatral; a gusto se mueve dentro de sus papeles y cuadernos de clase con flechas, dibujos, recortes, rutas, el guion o partitura que durará una tarde y siempre; los programas de sus cursos suelen presentarse como una carta pedagógica; y quienes hemos recibido la gracia de su saber cosmopolita y raigal –muy criollo– percibimos sus guiños a través de palabras con tal tonoepígrafes, pistas bibliográficas y la invitación a frecuentar los términos supuestamente “descontinuados” de la retórica clásica para gustar el pulso subterráneo de la lengua; y, mientras tanto, a cada estudiante muestra caminos acordes con sus intereses; ejemplos hay para tirar al aire: todavía le agradezco que me haya presentado a Citati, Jaeger, Mandelstam o Calasso; cuando casi nadie lo leía, ya ella lo había puesto a rodar en el pasillo…
La musica de sus sesiones acontece en el entrecruzamiento de la imagen, la poesía y la belleza; ahí van, oscilando, solapándose y fundiéndose en una atmósfera que me recuerda a las olas; temple y tempo, los “temas”, como los personajes de Woolf, aparecen y se fugan en el toque sobre la mesa y un taconazo discreto; esa emocion para dar algo más que una “clase” –la invitación a moverse dentro de la imaginación– es una obrala entrega a una tarea civil envuelta en el don de su benéfica presencia.
Diego Arroyo Gil
Mafer
Para Érika y Álvaro
Me gustaría poder escribir algo sobre María Fernanda que fuese digno del amor que siento por ella y de la sobriedad que le haría bien a ese amor. Sería una manera justa de darle forma, a través de la palabra, a este sentimiento luminoso y oscuro que me dice que mi vida sería inconcebible sin Mafer. Ya el hecho de que hable de amor me pone en serios aprietos ante la tarea. El amor mueve el sol y las demás estrellas, dice el Dante, quien igualmente sabía que ese mismo amor nos nubla el entendimiento y nos enreda la lengua. Esa es la razón por la cual, cuando María del Pilar Puig me convidó a participar en este homenaje, mi primer impulso fue rechazar la invitación.
Aparte el hecho de que un exceso de homenajes no le hace bien a la salud de quien los recibe aunque se los merezca, no quería desbarrancarme, como en ocasiones anteriores, en una serenata a mi querida profe, a la mujer que me enseñó y que me enseña todavía a leer, que me animó y me anima todavía a escribir, que me trata como si aún fuese un joven hombre a pesar de que ya no lo soy; a la mujer con la que riño, a la sordina, porque no puedo cumplir con las preciosas esperanzas de su generosidad y de su afán del corazón. Pues así como esas esperanzas me espolean y alimentan mi pasión de vivir, también me agobian y me desbordan. El amor es difícil. Y, sin embargo, como canta Jacques Brel, c’est toujours la tendre guerre…
Rechacé la propuesta de María del Pilar, pero María del Pilar insistió, y heme ahora aquí incurriendo en lo que no quería incurrir: en largar estas cosas que me importan solo a mí y acaso a Mafer. Además de cursi, pertinaz, ¡espantosa combinación! Lo bueno es que estamos entre colegas, como dicen los españoles, o entre panas, como decimos nosotros, entre allegados y amigos, en esta peñita donde todos sabemos –como escribió Guillermo– que los que han contemplado una sola vez la belleza están destinadas a llevar. consigo una riqueza, un desamparo para siempre, y que por esa riqueza, por ese desamparo y por esa belleza vale la pena arriesgar el tipo. Guillermo decía, más cabalmente: arriesgar la vida.
En este país insustituible, al que uno quiere y no quiere hasta los huesos y el hartazgo, de camino a la Escuela de Letras por los pasillos techados del maestro Villanueva, desde hace más de cincuenta años María Fernanda ha ido a reunirse con sus alumnos para “retomar aquel”. hilo, misteriosamente fresco”, de la antigua voz humana… ¡Qué magnífico lugar de encuentro para las soledades es la literatura!… ¿Desde hace más de cincuenta años? Eso fue ayer, es más: es hoy. Porque no se trata solo de contar los años sino de contar con lo que cuenta, y lo que cuenta es lo que vuelve a estar vivo cada día.
A veces he lamentado no haber estudiado Letras como Dios manda. Fui alumno de Mafer siempre en condición de oyente de la Escuela de Comunicación Social, lo cual no me eximió de tener que presentar exámenes y trabajos, pues ella me lo exigía. Era una suerte de hospitalidad aristocrática: eres bienvenido, juega el juego completo. La memoria de aquellos días despierta en mí una alegría incomparable, una alegría que arropa a otros profesores, en especial a Jaime López-Sanz, e igualmente a Roberto Martínez Bachrich y Rafael Castillo Zapata. Es la alegría de un sueño benéfico. Yo era un ‘extraño’, digamos, un navegación, pero me sentí en casa en la Escuela de Letras. Se lo debo, en el origen, a María Fernanda. Y, en el origen del origen, a quien me la presentó: Rafael Cadenas. A lo que llamame amorentonces, puedo llamarlo gratitud, que ensancha y multiplica el vínculo.
En esta época tan dura que nos ha tocado atravesar como pueblo, a veces voy a la Universidad Central a pasear solo. Siempre para hacer el mismo recorrido. Comienzo en la Biblioteca Central, en el vitral de Legér, me demoro para llegar al Pastor de Nubes, le digo qué hermoso eres, hijo de la grandísima putabajo por la cuesta de Tierra de Nadie, veo a los muchachos echados sobre la grama y, con una envidia y un orgullo demoníacos, me acuerdo de que ellos fui yo. Nunca he profesado el fervor del ucevista, ni antes ni ahora. Pero, unos minutos después, al alcanzar las puertas de la Facultad de Humanidades y entrever, a través del muro calado, la rampa hacia Letras, revive en mí el entusiasmo de cuando era estudiante y las suspicacias con respecto al futuro no lograban imponerse sobre la entereza y la sabrosura del presente.
Y pienso en Mafer, claro. En la formación que muchos recibimos y lleva su huella; en el Eros de la mutua confianza, milagroso y solícito, de la educación; en la pagadoia, de la que Jaeger creía que podía ayudarnos a reconstruir el mundo… No ‘pienso’ en nada de eso así, por supuesto, pero todo eso acude y al cabo me acompaña en la ruta de regreso.
… Luego hemos compartido tantas otras cosas, ¿no? Todas debidas al azar que mira hacia la vida, como dice mi maese del bosque. Ya no soy un joven hombremi profe, mi amiga querida, pero, si te hace feliz, podemos seguir haciendo como que sí.
María Teresa Martí.
Recuerdo
Mi querida Mª Fernanda (Tantas veces llamándote Mafer para sentirte más cerca), si supieras qué sentimiento exultante me llega desde siempre, nada más asoman tu voz, tu sonrisa y tus palabras… De recordar la merced de ver tus manos como palomas alzando el vuelo, especialmente sobre García Lorca. Tengo para mí que la gracia, el duende, la tragedia de los gitanos tan presentes en el poeta te poseyeron y se hicieron de tu carne y de tu sangre. No me lo explícito de otro modo.
En mi vida he tenido varios flechazos del travieso Eros, que lo pintan con los ojos vendados para que lo creamos ciego. Pero no es cierto. Cuando quiere —bendito querer— afina la mirada y da en la diana de nuestro corazón. Así sucedió una tarde en clase cuando, hablándonos de García Lorca y el flamenco, nos trajiste un cassette de Tía Anica La Piriñaca, aquella gitana que cuando cantaba a gusto, la boca le sabía a sangre. Allí se instaló Eros y de inmediato supe cuál sería mi tesis de Letras, con la ilusión de que fueras mi tutora si la aceptabas. Cuando te lo pedí, se te iluminó el rostro y sentí que nos iba a unir para siempre esa emoción de aquellos lamentos gitanos que, al oírlos, nos horrorizan el vello de los brazos, al decir de Félix Grande.
Me falta espacio para hablarte de mi agradecimiento y del valor de tu presencia en nuestra Escuela de Letras. Sin embargo, la imagen que perdura y perdurará es la de que tus alumnos tuvimos el honor y la fortuna de contar con un verdadero Maestro, con las cualidades y el saber de un Hombre del Renacimiento que nació con el privilegio de ser mujer.
Eduardo Elechiguerra R.
Tentativas para una pedagogía del abrazo
“En el fondo, uno no enseña nada, uno no sabe nada…
Lo que enseña es lo que está ocurriendo allí…”
MFP entrevistada por Milagros Socorro, 2020.
“Esas cartas, personalizados, se detenían en los peligros y riesgos puntuales de lectura que cada estudiante debía buscar resolver o con los que, tal vez, debía aprender a vivir (como con una pareja necia o neurótica al extremo a la que, sin embargo, amamos): prejuicios por torear, fantasmas con los cuales negociar, sombras con las que había que empezar a lidiar…”
Roberto Martínez Bachrich
Hace dieciséis años, Antonio y yo, un par de grupoescapamos de Caracas a Valencia en autobús para el evento inaugural de la FILUC. Podría decir, a modo de contexto, que yo era un estudiante y tutorado de la profe, y que Toni era nieto de Ana di Sabato de Polito, profesora a su vez de la homenajeada en esta edición del Papel Literario. Tales formalidades le hacen poca justicia a lo tanto que nos vincula con el profe de los lentes de sol.
A la mañana siguiente asistimos al “Elogio a la lectura” escrito e interpretado por Palacios, la pregonera de aquella edición. Olvidé sus palabras invocadas en aquella sala iluminada, mas la pérdida que tal imprecisión me hace sentir se anula con las sensaciones puestas en escena. Al salir quedamos como muchos luego de sus clases, conversaciones y escritos.
Luego, al reencontrarnos entre los pasillos de la feria, los tres nos abrazamos. Aquellos minutos donde nuestros cuerpos se agitaron cómplices refrescan el júbilo de aprender. Gracias a sus reflexiones ya a través de sus seminarios, ella atiza vías para conocer nuestra intimidad. Digo gracias ya a través buscando la efusión de un instante con recuerdos y olvidos. Desde entonces este abrazo sostiene las afectuosas enseñanzas de María Fernanda Palacios.
Porque sí, cada tanto es oportuno investigar la historia de nuestras palabras, primeros instrumentos natos. De todas maneras, de todas las imaginables, lo invocado entre salones y pasillos de letras persiste en nuestra curiosidad fuera de aquellas paredes y puertas. Con sus imágenes, entonaciones y gestualidades, las atmósferas con Mafer invitan a saltar el muro blanco, a mantener el mano a mano con nuestras pasiones. Y así, ojalá, conseguir métodos para huir de cualquier entumecimiento que nos aleje de quienes estamos allí, en el fondo.
Ricardo Ramírez Requena
Para aprender a leer
Mi primera clase en la Escuela de Letras fue con María Fernanda Palacios. Trabajaba en Farmahorro y salía a las 4:30 pm desde El Cafetal. Corría a tomar el Metrobús hasta Los Cortijos y de ahí Línea 1 del Metro hasta Plaza Venezuela. Transferencia a línea 3 (que en el tiempo pasó a ser línea 4) y llegada a Ciudad Universitaria. La clase era a las 5:30 pm, hasta pasadas las 7 pm. Veiéramos Literatura y vida, materia central del departamento del mismo nombre.
Nunca había escuchado a alguien con esa capacidad de transmitir un saber con tanta calma, pasión y afán pedagógico. Leeríamos la Odiseade Homero. Mi experiencia con la literatura griega en bachillerato fue un rotundo fracaso, y esperaba lo peor. Conseguí una edición de Bruguera en prosa y emprendí el viaje de leer acompañado. Leer en compañía.
Con María Fernanda aprende lo que es recorrer con atención una obra literaria, capítulo a capítulo. Entrabamos callados y salíamos bulliciosos. En el tiempo, entendió que nuestra sorpresa era simple: estábamos aprendiendo a leer. Ya no a trompicones, torpes, llenos solo de adrenalina, buscando respuestas a nuestro querer saberlo todo, sino con atención, paladeando, explorando con detalle cada contexto, personaje, y entendiendo que antes, realmente, nada sabíamos.
Recuerde los materiales de apoyo, los ensayos, los capítulos de libros de especialistas. Otros poemas, acercamientos a la experiencia de Ulises y su regreso a Ítaca. Kavafis, por supuesto. Cernuda. Encontré un día en el periódico un poema de Saúl Yurkievich. Me recordaba lo que leíamos, nuestra experiencia de Homero. Me acerqué un día a María Fernanda, le di el poema fotocopiado para que lo leyera. Me dijo que ella quería leer lo que yo tenía que decir sobre ese poema.
Gracias a ella escribió mi primer ensayo breve.
Las clases de María Fernanda siempre han sido viajes largos y profundos. Sus clases eran seminarios densos, donde leíamos muchas obras de los autores, comparando, preparando exposiciones, acercamientos, a partir de un personaje, una frase, un párrafo que nos decía todo y que debíamos exprimir, que debíamos dejar que nos envolviera.
Nunca he vuelto a ver clases como las de María Fernanda.
La experiencia de la Escuela de Letras es iniciática. En ella, aprendí realmente a leer una obra literaria y es uno de los regalos más preciosos que me han sido dados. De eso se tratan los estudios de pregrado en literatura: aprender a leer bien, a profundidad. Luego, vendrán los años de especializarnos. Pero primero debemos saber leer bien.
Puedo decir que es una experiencia desde el amor por las palabras, de lo inagotable que pueden ser las obras literarias.
María Fernanda Palacios probablemente sea la maestra más inolvidable de la Escuela de Letras. Uno no sale indemne de sus cursos. Venta transformada.
Su capacidad hipnótica, su hermosa voz, su inmenso sable, nos llegaba como oleadas, llevándonos a nuevas orillas.
En esa clase de Literatura y Vida sobre Odiseaentendí de qué habla Susan Sontag cuando reclama defensora el honor de la literatura.
Nunca he vuelto a vivir algo así.
Desde esa orilla a donde me llevó María Fernanda, ahora, en mis casi 50 años, puedo decir que en mí solo hay agradecimiento.