La contabilidad nacional es el pacto tácito de la realidad compartida y cuando es deliberadamente quebrada por el poder, la economía deja de ser una ciencia social para convertirse en un arma de guerra contra la ciudadanía. Es el funcionamiento interno diseñado no para producir, sino para despojar; No para organizar, sino para controlar a través del caos. Es la aritmética del vértigo.
Guía a través del panorama posiinstitucional donde el lenguaje de precios ha sido reemplazado por la disciplina de la opresión. El dólar bifronte no es anomalía; es la piedra angular de un sistema de gobernanza perverso sostenido en la incertidumbre colectiva. La hiperinflación no es un síntoma de incompetencia, sino una política de Estado, un mecanismo para pulverizar el ahorro, confiscar el salario, secuestrar el tiempo y la atención para impedir deliberaciones sobre el futuro.
Al obligar a la población a una batalla solitaria y diaria por la subsistencia, se logra que ningún totalitarismo consiga, la desintegración. La solidaridad se erosiona, la confianza se extingue y el espacio público se vacía, dejando al individuo aislado, vulnerable.
Hay que entender, el colapso venezolano no es un fracaso primitivo, sino una sofisticada y brutal forma de ingeniería social. Un diagnóstico implacable de cómo se trastorna el tejido de una nación, no con bombas, sino con cifras. ¿Cuándo la matemática se convierte en instrumento de aniquilación financiera y moral? ¿Sobre qué bases puede volver a edificarse la esperanza?
Hay nobleza en los números cuando sirven a la verdad. En una sociedad sana, los dígitos son el andamiaje de la razón, ordenan presupuestos, miden progreso y estabilizan el valor de las cosas. Es la voz de todos que permite construir un futuro de excelencia. Pero en una nación enferma, los guarismos se convierten en agentes del delirio, dejan de ser un instrumento de claridad para transformarse en el motor del vértigo, en tempestad de ceros inútiles y valores que se evaporan, dejando a su paso una estela de angustia y perturbación.
Venezuela hoy habita en esa tormenta. La esquizofrenia nacional se condensa en un símbolo. Por un lado, existe la cifra oficial, estéril, publicada en la Gaceta Oficial despojada de realidad; de ficción sostenida por la inercia de un Estado que ha perdido su anclaje. Por otro, palpita el dólar del mercado paralelo, entidad brutal y febril que dicta el precio del pan, la medicina y la vida misma. El precipicio que los separa no es simple económica métrica; es la medida exacta de la fractura entre el Estado y el ciudadano, entre la propaganda y la supervivencia.
Sería un error de análisis, de ingenio imperdonable, creer que este caos es accidental. Es, por el contrario, un proyecto político de eficacia desoladora. La inflación galopante y la anarquía cambiaría no son solo fiascos de gestión; son instrumentos de disgregación, dispositivos de control que operan a un nivel más profundo que la represión física. Al obligar a cada individuo a un frenético juego contra la devaluación, dinamizando la confianza, adhesivo invisible que sostiene a la sociedad.
El tiempo del ciudadano en democracia funcional debería dedicarse a la deliberación, participación y construcción de proyectos comunes, es apresado, secuestrado por el cálculo urgente de la subsistencia. La energía cívica se consume para surtir gasolina, buscar medicamentos y bienes de primera necesidad, con el monitoreo afanoso de la tasa de cambio.
Se erosiona así el tejido social, reemplazando la solidaridad por sospecha y realidad participada por millones de ansiedades individuales. El resultado es la despolitización forzada, no por apatía, sino por agotación. Una población asida en “modo supervivencia” está reducida para la articulación de una política alternativa. La crisis económica, por tanto, no es un problema a resolver para el poder, sino una condición a gestionar para su perpetuación.
Cuando un país pierde la fe en sus números, no solo pierde poder adquisitivo. Pierde la gramática de su vida pública, la capacidad de planificar más allá del día siguiente y el fundamento racional de la esperanza. El bolívar pulverizado es apenas el síntoma de una ruina más profunda, la de un lenguaje común que nos permite entendernos, el contrato social hecho añicos. Los acuerdos pierden valor, las promesas se vuelven aire y el futuro deja de ser un horizonte de posibilidad para convertirse en amenaza. Atrapados donde la constante es la caída, ¿cuál es el costo moral de aprender a vivir en caída libre?
@ArmandoMartini