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Wednesday, December 24, 2025
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    Ser profe en el Catatumbo| Educar en la frontera del olvido: las historias detrás de rastros que viven el conflicto armado colombiano

    Es mediodía de un viernes de septiembre y los estudiantes de primaria del colegio Emiliano Santiago Quintero, en Teoramaun municipio montañoso de Norte de Santander ubicado a seis horas de Cúcuta, guardan los cuadernos y se alistan para terminar la jornada.

    El edificio escolar, con un pequeño corredor que da al parque principal, tiene una puerta estrecha con reja, a la que se acercan los padres que eesperan a sus hijos. Pero la tensión se impone. Los docentes detuvieron la salida. Afuera, uniformados avanzan por el parque y las calles cercanas.

    Humberto Trillos, rector encargado, un hombre de contextura robusta, piel trigueña y camisa de cuadros, observa la escena con angustia.

    “Un problema que tenemos ahora es que la fuerza pública comienza a patrullar justo cuando los estudiantes van a salir. Entonces nos avisamos para no exponer a los niños, Dios no lo quiera, a un acto de violencia”, explica.

    Municipio de El Tarra, el corazón del Catatumbo Foto:Andrés Carvajal

    En los últimos años, francotiradores han asesinado a policías en varias esquinas del pueblo. El ataque más reciente ocurrió en febrero de este año, dos meses después de que el comandante de la estación fuera asesinado de la misma manera.

    Los niños esperan en silencio. En el Catatumbo, la infancia aprende pronto que la protección también es obediencia, silencio, quedarse quieto para poder volver al día siguiente.

    Mientras tanto, en la vereda El Farache, a media hora del casco urbano de Teorama, seis estudiantes de distintas edades esperan a José Trinidad Ortiz, quien lleva cuatro décadas como maestro.

    Ortiz me enseñó entre 1999 y 2006, los años críticos del paramilitarismo en la zona, y ha sobrevivido también a los enfrentamientos recientes.

    “Nos ha tocado educar en medio de la guerra y del abandono. Pero la escuela sigue siendo el punto de encuentro, el lugar donde todavía se puede soñar”, dice.

    El profe Chepecomo le dicen sus estudiantes, también es líder comunitario, pintor y artesano. Se desplaza cada día en motocicleta hasta la escuela, superando el intenso calor y los matorrales que cercan el camino.

    “Antes eran caminando horas. Uno veía a la guerrilla en los cerros y agilizaba el paso. Cuando se me hacía tarde, prefería dormir en la escuela para evitar peligros”, cuenta.

    Vereda El Farache, zona rural de Teorama, Norte de Santander Foto:Andrés Carvajal

    Los recuerdos de José del Carmen se mezclan con nombres de veredas, ríos y trochas donde ha enseñado con pizarras quebradas, pupitres torcidos y el rumor lejano de un fusil. También con los toques de queda impuestos por actores armados y el sonido de las motos o camionetas de alta gama sin placas que pasan frente a las escuelas.

    “Uno quisiera dedicarle todo a los niños, pero el contexto obliga a que uno esté alerta. ¿Quién pasa, quién llama, por qué están rondando? Uno enseña y mira la puerta”.

    Docentes que sostienen la vidaLa guerra volvió a sacudir al Catatumbo el 16 de enero de 2025, cuando la arremetida armada entre el Eln y las disidencias del Frente 33 desbordó la vida civil. Desde entonces, la memoria reciente está marcada por los desplazamientos, las noches de zozobra y los caminos llenos de familias buscando dormir sin sobresaltos.

    En Ocaña, las clases no se suspendieron del todo, pero sí fue un refugio para las familias que huían de la violencia. El maestro y escritor Henry Carrascal, licenciado en Matemáticas y Física, asiste a su colegio en el corregimiento de Aguas Claras.

    “Aquí empieza el Catatumbo, esta es la puerta que conecta con el Caribe”, dice sonriendo. Lleva 34 años enseñando, cuatro de ellos en esta institución, y habla de sus estudiantes como si fueran su familia.

    Henry describe la tensión constante que viven sus alumnos entre estudio y la necesidad de sobrevivir. “Son jóvenes nobles, muchachos que sueñan con ser ingenieros, médicos, docentes, pero que no tienen los recursos. Y uno ve en ellos el deseo de estudiar y ayudar a sus papás. Pero muchos padres temen dejarlos ir. Si el hijo se va, ¿quién siembra?, ¿quién cuida la finca?”.

    El maestro habla de sus clases con una mezcla de orgullo y resignación. Enseña Física sin laboratorio, Química sin reactivos, Educación Física sin coliseo. “Nos toca inventar. Hacemos laboratorios de bolsillo con material reciclado. Si necesito una balanza, la hacemos con tapas y palos. Si no hay termómetros, medimos con la imaginación. Lo importante es que entiendan el concepto”.

    Profesor José Trinidad Ortiz. Foto:Andrés Carvajal

    En la institución educativa Aguas Claras, que en octubre cumplió 100 años, la precariedad es cotidiana: techos de asbesto, aulas sin ventilación, una sola batería sanitaria. “Lo que sostiene la educación aquí no son los muros, son los estudiantes”, afirma Henry.

    De esa carencia también nacen las ideas. Henry y sus estudiantes construyeron una máquina para extraer fibra de botellas PET. El proyecto obtuvo el segundo puesto en el Concurso Nacional de Mediación Escolar del Ministerio de Justicia. “Hacemos escobas y mallas para las porterías. Así evitamos que el plástico acumule agua y genere focos de dengue. Es enseñar ciencia y cuidar la vida”, dice el profesor.

    Su historia se parece a la de muchos otros maestros que crean pequeñas revoluciones en el aula sin recursos ni garantías. “Nosotros administramos miseria”, dice Henry con frustración.

    El papel de los docentes en esta zona del país va mucho más allá de enseñar. Son mediadores de conflictos, consejeros, psicólogos improvisados. “Hay estudiantes que llegan llorando porque hubo un enfrentamiento cerca de su casa. Algunos no saben si sus papás están vivos. Nos toca calmarlos, abrazarlos”, añade.

    Leonardo Sánchez, presidente de la Asociación Sindical de Institutos Nortesantandereanos (Asinort), lo llama “una resiliencia permanente”. “El maestro que hoy

    Profesor Henry Carrascal Foto:Andrés Carvajal

    Llega desplazado, mañana puede estar huyendo otra vez. Cambian de lugar, pero no de riesgo. Enseñar en el Catatumbo no es sólo un trabajo, es sobrevivir”.

    Sánchez habla desde la experiencia de haber escuchado a cientos de maestros en crisis. “Más del sesenta por ciento presenta afectaciones de salud mental. Hay ansiedad, insomnio, agotamiento. Y aún así siguen. Lo más doloroso es que, cuando desarrollan proyectos por la paz, a veces son amenazados por eso mismo”.

    De esta necesidad surgió el programa Escuela Territorio de Paz, una iniciativa desde el sindicato para que cada colegio diagnostique su propia problemática, sea el microtráfico, el reclutamiento o la violencia intrafamiliar, y el aborde desde la enseñanza.

    “Si no hablamos de lo que pasa, lo normalizamos”, afirma Sánchez. En los colegios donde el proyecto ha podido avanzar, los estudiantes elaboran carteles, escriben cartas, pintan murales. No es sólo pedagogía, es una forma de resistir.

    El Catatumbo, una subregión conformada por municipios al norte de Norte de Santander, ha sido escenario de todos los conflictos imaginables: paramilitares, guerrillas, disidencias, narcotráfico. Allí resisten 954 sedes educativas y más de 45.000 estudiantes, estas cifras no se leen como estadística sino como alerta.

    Cultivos de cafe en el Catatumbo Foto:Andrés Carvajal

    Para Juan Carlos Quintero Sierra, coordinador de la Asociación Campesina del Catatumbo (Ascamcat), los profesores son el último bastión de civilidad en medio del caos. “Los docentes son líderes naturales. Transforman la realidad con su ejemplo, sostienen las juntas de acción comunal, organizan marchas, asambleas, actos culturales. A pesar de los riesgos, no se van”.

    En estas montañas, muchos maestros atienden tres grados en el mismo salón. Enseñan a leer a los de primero mientras los de quinto resuelven operaciones. El tablero es una frontera compartida. “Hoy, en pleno siglo XXI, la educación se sostiene sin luz, sin internet, sin garantías y con salarios insuficientes. Pero sin los profesores, el Catatumbo se apaga”, dice Quintero.

    La precariedad convive con la amenaza. Según Asinort, en el último año más de cien docentes han sido amenazados. Algunos han sido trasladados; otros siguen en sus escuelas, a veces con custodia y otras intentando pasar desapercibidos. “Muchos tienen miedo, explica Sánchez, pero más miedo les da abandonar a sus estudiantes”.

    Entre los casos más recientes está el secuestro de Yuleima Duarte Pérez en Convención. Su desaparición estremeció al gremio y recordó que enseñar en el Catatumbo sigue siendo una labor de alto riesgo. La docente permaneció en cautiverio durante nueve días y fue liberada el 10 de octubre.

    La secretaria de Educación departamental, Laura Cáceres, reconoce la magnitud del desafío. Casi doscientos docentes han sido reubicados este año por amenazas, muchos llegan con una maleta y el miedo en las manos. También cuenta que los orientadores

    Corregimiento de Aguas claras, zona rural de Ocaña Foto:Andrés Carvajal

    escolares, psicólogos que apoyan emocionalmente a los estudiantes, no alcanzan para todas las escuelas.

    Y cuando habla de un caso reciente en el que una niña resultó herida por el roce de una bala en su cabeza, menciona que la menor sobrevivió porque la comunidad escolar ya había practicado protocolos de emergencia. En el Catatumbo, prepárate para la guerra hace parte del currículo.

    Los protocolos abarcan desde eventos naturales hasta enfrentamientos armados. Y la defensa del derecho a aprender incluye una decisión política de permanencia. “Tenemos sedes con cinco niños y allá está el docente. Buscamos que ningún niño se quede sin estudiar”, afirma Cáceres.

    En algunas veredas, los niños reciben clases en sus casas porque ir hasta la escuela es demasiado peligroso o distante. Son 33 docentes enviados para caminar vereda por vereda. En otros parajes, los jóvenes celebran terminar el bachillerato sin tener que viajar horas para cursar décimo y once. “Este año, cien jóvenes que no habrían terminado el colegio ahora se preparan para soñar con la universidad”, agrega la funcionaria.

    El conflicto en las aulasLa fotografía nacional coincide con la lente local. Entre 2020 y 2024, el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef) verificó 152 ataques y casos de uso militar de escuelas en Colombia: amenazas, daños, artefactos explosivos y ocupación temporal. En 2024 se registró la cifra más alta: 27 ataques y 35 usos militares. Cada seis días, una escuela fue atacada o utilizada para fines no educativos. Al menos 7.024 estudiantes y docentes resultaron afectados.

    En el Catatumbo, esa tendencia siguió este año, con interrupciones de hasta tres meses por desplazamientos masivos, renuncias o secuestros. “Hay denuncias de escuelas minadas”, advierte Ascamcat.

    Más allá de Teorama, el río y la espesa selva empujan hacia la frontera, hacia Tibú. Allí estuvo Eddy Contreras como docente y orientadora. Recuerda talleres de convivencia con jóvenes y escenas imposibles de olvidar: el secuestro de dos estudiantes o el de un colega injustamente señalado por actores armados de ser expendedor y consumidor de drogas.

    Sin embargo, la historia que más la persigue es la del estudiante que perdió el año tras ser secuestrado. “Lo dejó libre un sábado y el lunes estaba en el salón. No recibió acompañamiento. Lo revictimizaron y perdió el año”, recuerda.

    Eddy, psicóloga y líder de la Red de Orientadores del Catatumbo, re sume su paso por Tibú como una herida y un milagro. “Allá aprenderé que enseñar no es sólo dar clase. Uno contiene, escucha, mira por ellos. Y a veces también se rompe un poquito”.

    Olga Marina Sierra, investigadora del Departamento de Estudios Internacionales y de Frontera de la Universidad Francisco de Paula Santander, estudia los efectos del conflicto

    en procesos educativos en la frontera. Para ella, el Catatumbo no solo sufre por la violencia, sino también por la doble marginalidad de ser rural y fronterizo.

    Jóvenes en el Catatumbo Foto:Andrés Carvajal

    “Los jóvenes crecen entre la inseguridad y la economía informal. Los docentes deben adaptar métodos para ayudarlos a comprender su entorno y encontrar oportunidades. Enseñar allí exige una empatía enorme”.

    Sierra insiste en también mirar las potencialidades. “Hay jóvenes que están transformando el cacao en productos exportables, o investigando sobre el territorio. La frontera no es sólo límite; también es posibilidad. Lo importante es que la educación les dé herramientas para imaginar un futuro distinto”.

    Esperanza para los jóvenesEn 2025, la política pública intenta abrir horizontes. El Programa de Admisión Especial con Enfoque Territorial (PAET) permitió que 34 jóvenes del Catatumbo ingresaran en agosto a la Universidad Nacional, en programas como Medicina, Nutrición o Fonoaudiología. Un cambio notable si se recuerda que en 2022 apenas 281 jóvenes de la región accedieron a la educación superior.

    La lectura oficial resume un giro: “Por años, cuando se hablaba del Catatumbo, sólo se pensaba en conflicto y narcotráfico, y la respuesta del Estado era la acción militar. Ese es el pasado. Hoy el cambio significa que la seguridad también es educación y salud”, afirmó el ministro de Educación, Daniel Rojas.

    A nivel escolar, la respuesta departamental se movió con urgencia en enero. Casi 4.000 niños se trasladaron tras la crisis humanitaria; la matrícula se ajustó en la capital departamental, y el sistema educativo local debía absorber tiempos, cupos y acompañamientos. Un colegio temporal fue el símbolo de acogida, no de solución definitiva.

    “Logramos crear un colegio temporal. Iniciamos con 120 niños, tuvimos un tope de 300. Lo más importante es que estos niños no se sintieron solos. Allí la permanencia no dependió sólo de alumnos: primero fue acompañamiento psicológico, luego ajuste académico”, detalló Cáceres.

    Hasta septiembre, Norte de Santander registró 73.300 personas desplazadas y 11.490 confinadas, de acuerdo con el informe Catatumbo, de la Defensoría del Pueblo. La escuela se convirtió en manual de emergencia, acompañamiento psicosocial y sostén comunitario.

    La mirada desde la Red de Liderazgo Educativo, Nodo Norte de Santander, complementa ese mapa. Óscar Aldana, rector del colegio Julio Pérez Ferrero en Cúcuta, describe el reto de acoger estudiantes provenientes del Catatumbo y de Venezuela. “Se requiere una alta capacidad pedagógica para atender las condiciones que exige el estudiante que proviene del sector rural. La permanencia es el primer desafío”, explica.

    El perfil docente que mejor dialoga con la ruralidad, dice Aldana, es el que pertenece a la zona. “El maestro y la maestra ideal para la zona del conflicto, es quien ya pertenece a esa

    región”. En la ecuación que combina paz y educación, Aldana asoma una tesis territorial: “La permanencia debe ser una gran apuesta, porque no transforma el que ha tenido que salir corriendo de su territorio”.

    La Defensoría del Pueblo lo comprendió desde 2016, cuando creó un diplomado para docentes. No es un curso más; es una herramienta para entender el conflicto desde las aulas, para fortalecer los comités de convivencia. El programa ha mutado. A veces centrado en el Informe de la Comisión de la Verdad, otras veces en rutas de protección, en salud mental, en derecho internacional humanitario, en identificar riesgos, en cuidar la vida.

    Mientras tanto, la construcción de la Universidad del Catatumbo, en el municipio de El Tarra, promete anclar la trayectoria educativa completa sin obligar a la migración como única alternativa. Las obras presentan un 31 por ciento de avance y se tiene prevista la entrega de la primera fase para mayo de 2026. Aún no se conoce cómo será su funcionamiento, pero la comunidad solicita que tenga un enfoque intercultural que vincule a los campesinos e indígenas del territorio.

    El profesor José del Carmen se emociona al saber que más jóvenes podrán acceder a la educación superior. “No podemos permitir que la guerra nos robe a los jóvenes otra vez. Yo los veo y reconozco que ellos no quieren aportar a la guerra, no les atrae, ellos quieren crecer y alcanzar sus sueños”.

    En Teorama, cuando termina el patrullaje, suena el timbre escolar y la puerta vuelve a abrirse. Afuera, frente a una maltrecha estación de policía, casi a punto de desplomarse, un cartel de madera resiste el sol y la lluvia, con un mensaje que resume el sueño de las niñas, niños y jóvenes del Catatumbo: “Queremos jugar en paz”.

    *Esta investigación periodística fue realizada con apoyo de la Beca Relatos de región: Periodismo local que explica Colombia. El contenido es responsabilidad exclusiva del autor.

    Andrés Carvajal

    Para EL TIEMPO – CÚCUTA

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