Dos expresidentes condenados con 24 horas de diferencia deben ser un récord. No es uno del que tengamos que enorgullecernos porque es una clara señal de que elegimos mal. Pedro Castillo y Martín Vizcarra representan un nuevo y rotundo fracaso de un sector que desde hace varios años ha intentado trazar una imaginaria línea divisoria entre el bien y el mal en la política. Ambos alimentaron la polarización y la utilizaron como herramienta para lograr sus objetivos políticos.
Pedro Castillo ha sido condenado por golpista. Algunos pueden considerar que ha salido bien librado al haber recibido una pena de solo 11 años y 5 meses cuando el requerimiento de la fiscalía era de 34 años. Pero desde la perspectiva jurídica de algunos especialistas citados esta semana por El Comercio, la imputación por conspiración para la rebelión ha sido la vía más adecuada para sancionar su intentona antidemocrática. Que el golpe haya fracasado no convierte en inocentes a sus perpetradores. Ser torpe e inepto no es motivo de impunidad.
Castillo no solo intentó aniquilar la democracia. Tiene pendiente además un segundo proceso penal, esta vez por corrupción, y ocho denuncias constitucionales en el Congreso.
Martín Vizcarra fue sentenciado por corrupto. Recibió sobornos por S/2,3 millones de constructoras a cambio de la concesión de obras cuando era gobernador de Moquegua. Luego ascendió a la presidencia tras traicionar a quien cometió el desacierto de llevar en su plancha. Fue cínico a lo largo de su carrera política y lo siguió siendo hasta el final, cuando tras conocerse su condena a 14 años de cárcel, atribuyó su situación a la venganza de un “pacto mafioso”.
Vizcarra y Castillo, uno coimero y el otro golpista e investigado por corrupción, son dos negacionistas compulsivos de sus propios delitos, que culpan a otros por sus merecidas sanciones. Son expertos en la victimización y los símbolos de una podredumbre que se camufló en la política bajo una falsa careta de honestidad.
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