DIÓMEDES, GUERRERO TROYANO, WIKIPEDIA“La primera vez que leí la Ilíada fue en la canónica traducción española de Luis Segalá y Estalella. Luchaba por comprender los epítetos y los patronímicos; aún no tenía claro que se trataba de una epopeya ancestral, de composición oral, pensada para la recitación y repleta de fórmulas mnemotécnicas; es decir, ignoraba que los rapsodas empleaban toda clase de trucos para ayudar a su memoria”
Por JUAN PABLO GÓMEZ COVA
Cuando la vida se encendía, en el deseo o en la aflicción, o incluso en la reflexión, los héroes homéricos sabían que un dios les movía.
Roberto Calasso
Dolón pierde la cabeza
El canto X de la Ilíada está ocupado al completo por un episodio de lo más singular: una incursión con nocturnidad y alevosía de dos agentes acuosos (Odiseo y Diomedes) que pretenden conocer las intenciones de los troyanos y la distribución de sus campamentos. Al iniciar la misión, se topan con un agente troyano (Dolón), encomendado por los suyos para hacer exactamente lo mismo, pero a la inversa. Odiseo y Diomedes lo emboscan y lo reducen; practican el arte del interrogatorio bajo presión, por medio del chantaje, hasta conseguir la información necesaria para emprender un ataque sorpresa al campamento de los recién llegados tracios (resulta insólito que el poema épico más ancestral de nuestra cultura ya contiene un interrogatorio como este, tan común y vigente en nuestras actuales formas de hacer ficción). Diomedes explica brevemente a Dolón —con vivaz ironía— por qué no tiene más opciones que quitarle la vida para evitar riesgos posteriores. Luego, lo decapita, así, sin más.
La conducta de Dolón lo condena ante la moral heroica por «venderse» con relativa facilidad y traicionar a los suyos; Además, es un recurso poético para justificar la despiadada reacción de los verdugos, quienes consiguen, acto seguido, sorprender a los tracios y matar a doce de ellos, incluido su rey Reso. Regresan al campamento argivo con un botón importante: hermosísimos caballos blancos, información y armas. Todo lo ofrendan a la diosa, a quien también dedican el grandioso banquete posterior. Ambos héroes comprenden muy bien la brevedad de la vida y la inmortalidad de la gloria. En estas lanzas, no se andan con tonterías.
Diomedes ha sido astuto desde el principio. Al ofrecerse como voluntario —ante los suyos— para espiar a los troyanos de noche, solicitado ir acompañado de otro destacado guerrero para la misión (Menelao había dicho antes que, para ello, «había que tener un corazón muy osado»). Por supuesto, no dudó en elegir al favorito de Atenea: el politropos Odiseo, rico en ardides y fecundo en recursos. En la ambigüedad nocturna, es Odiseo quien mejor se mueve y más lúcida visión tiene. Sabe combinar sensatez con oportunidad y no rehúye nunca la acción (ni la crueldad) cuando la situación lo amerita. Son tiempos de guerra y es preciso aniquilar al adversario, aunque a veces haya que actuar con poca honorabilidad. Si bien la diosa Atenea es la invocada por Odiseo y la salvaguarda de la misión (incluso, hace acto de presencia), las condiciones y el ambiente del pasaje parecen más propios del dios Hermes. Esta omisión homérica puede responder a muchos motivos. Acaso el episodio esté basado en fuentes orales diferentes, provenientes de lugares y tiempos —quién sabe si anteriores o posteriores al siglo VIII a. C.—, en los que la importancia del culto hermético era menor o, incluso, inexistente. De hecho, en el canto XXIV será Hermes quien propicie la llegada secreta y nocturna de Príamo ante Aquiles. ¿Por qué no escoltó entonces a Diomedes ya Odiseo en el canto X?
La primera lectura
La primera vez que leí la Ilíada fue en la canónica traducción española de Luis Segalá y Estalella. Luchaba por comprender los epítetos y los patronímicos; aún no tenía claro que se trataba de una epopeya ancestral, de composición oral, pensada para la recitación y repleta de fórmulas mnemotécnicas; es decir, ignoraba que los rapsodas empleaban toda clase de trucos para ayudar a su memoria. Así pude recitar millas de versos, casi sin esfuerzo. Tampoco sabía que, en realidad, los rapsodas escogían pasajes suficientes específicos porque a veces no había tiempo para recitar entera una epopeya de estas dimensiones. Entre los pasajes más populares destacaban el catálogo de las naves, la muerte de Héctor, los juegos funerarios en honor a Patroclo y el conmovedor encuentro final entre Aquiles y Príamo. La Ilíada es episódica, como toda gran epopeya, y quizás por eso mismo, para alguien, fue muy tentadora la idea de agregar con picardía algún episodio más.
Mi primera lectura del canto X fue ingenua (como lo es siempre toda primera lectura). No noté nada raro en ese pasaje. Me pareció natural que Agamenón sufriera un ataque de insomnio, que Néstor recomendara un espionaje nocturno en el campamento enemigo (y aprovechara para reprender, una vez más, aunque injustamente, a Menelao) y que Diomedes y Odiseo ejecutaran el plan. ¿Por qué iba a dudar de la autenticidad de este episodio en particular y no de otros? Años después, llegó a mí la pasión filológica y se instaló la más fascinante de las obsesiones: la llamada «cuestión homérica». Entonces, la malicia y la sospecha se incorporan a las relecturas y empecé a desarrollar, muy poco a poco, mis propias hipótesis que, por irremediable pudor, mantengo en silencio. Me dediqué a leer, de forma desordenada y fragmentaria, a algunos de esos estudiosos sajones (casi siempre germanos y británicos): Wolf, Leaf, Parry, Auerbach, Murray, Jaeger, Lesky, Steiner. Estos me persuadieron: el canto X, conocido desde la Antigüedad como la «Dolonía», era una interpolación posterior, muy discordante con el resto del conjunto.
El inicio del canto X no es congruente con el cierre del canto anterior. El pasaje no tiene vinculación expresa con el tema del resto de la Ilíada y, además, no hay referencias a lo sucedido con Dolón en el resto del poema. Extrañamente, los magníficos caballos obtenidos como botín en esta misión no son mencionados en los juegos funerarios en homenaje a Patroclo. Por si no fuese suficiente, hay elementos filológicos —de lenguaje y tono— con matices diferenciales. En fin, la hipótesis de la interpolación es muy potente. Steiner en particular resiente —por culpa del canto X— la ruptura de la fluidez de alternancias entre tensión y descanso, tan presente en la estructura general y el ritmo del poema completo.
Sin embargo, hablar de una interpolación posterior implica que esta epopeya ya había alcanzado una importante homogeneidad temática y una clara unidad estructural. La «Dolonía» sería un cuerpo ajeno, extraño, agregado, intrusivo. La tradición nos ha legado la idea de que, durante el siglo VI, el hábil Pisístrato —famoso tirano ateniense que no tenía un pelo de tonto— había ordenado un importante grupo de «gramáticos» reunir, organizar y transcribir todo el material oral que conformaban la Ilíada y la Odisea. Así, se cree, se fijó una primera versión escrita, dos siglos después de la supuesta composición homérica. Unos trescientos años después, Aristarco y otros gramáticos alejandrinos llevaron a cabo un segundo trabajo colaborativo de refinamiento “editorial” final, organizando el material, corrigiendo detalles y distribuyendo el material poético en veinticuatro cantos, correspondientes a las letras del alfabeto griego. Esta última versión es la que llegó hasta nosotros. Pero, ¿en qué momento se filtró la «Dolonía» en el corpus del poema?
La poesía se convierte en escritura
Cuando Pisístrato convocó su reunión de gramáticos y les encargó llevar la Ilíada y la Odisea a la escritura, quería promulgar la idea de unas versiones definitivas, consagradas y robustas que, a su vez, sirvieran para fortalecer los valores atenienses y el sentido de pertenencia. Desde la Grecia arcaica no había mayor poder pedagógico y fuente de ejemplaridad ética que los poemas homéricos. Pero ese material era inmenso, complejo, disperso, grandioso y desigual. ¿Cómo podrían seleccionarse unos pasajes en detrimento de otros? ¿Quién se tomaría la abusiva atribución de desechar versos provenientes de una tradición oral tan venerable? ¿Cómo se organizaría el poema en una secuencia estructural sólida? ¿Quién tomaría la decisión final? Estas interrogantes son tan relevantes como preguntarse por la existencia de Homero o si la Ilíada y la Odisea provienen de la misma mente creadora.
Me gusta imaginar que los gramáticos de Pisístrato tuvieron que convocar, a su vez, a un importante grupo de rapsodas, conocedores del ciclo troyano y provenientes de muchas regiones de la Hélade. Fue un buen momento para ellos, se les ofreció empleo y retribución durante un tiempo. La primera etapa fue de monstruosa e incesante transcripción. Hubo meses de dictados: decenas de rapsodas cantaban y decenas de escribanos trasladaban los versos a los pergaminos. Después de la compilación masiva en forma de texto (y que incluía muchísimos más pasajes que perdimos para siempre), daba inicio a la segunda etapa: recortar y organizar. Cuando los griegos hablaban de «componer», no se referían propiamente a crear, sino a algo más difícil: pegar y enlazar los fragmentos y los retazos, pero de manera que adquiriesen un sentido unitario, una congruencia estructural y una fluidez narrativa. La Ilíada pasó así a una siguiente dimensión: adquirió una existencia más tangible, pero al mismo tiempo más rígida e inamovible. Abandonaba las libertades —y modificaciones— de la transmisión oral y se erigía en objeto sólido. Hubo que ejecutar muchas amputaciones dolorosas (resulta fácil imaginar el insomnio posterior de quienes lo hicieron). Por otra parte, los rapsodas perdieron su poder de recrear, versionar e introducir variantes a su antojo, basadas en sus trucos formulares. Llegaba un desafío menos creativo: debían memorizar de manera unívoca todo el poema, tal como había sido fijado.
Por esto, la Ilíada no es, como suele decirse, el inicio de la tradición poética en Occidente, sino el acabado más pulido de toda la tradición oral anterior. La poesía es una de las actividades más ancestrales y atávicas de la humanidad; antes de la escritura, subsistía como música verbal, creada para borrar el oído. Se transmitía rítmicamente de boca en boca. En algún momento (¿siglo VII o siglo VI a. C.?), se afianzó como texto escrito. Y lo que para nosotros es visto como un prodigio de la humanidad (la escritura), para los griegos de aquellos tiempos fue casi un apocalipsis: poco a poco fueron perdiendo poder de retención. Antes, sus cerebros tenían una capacidad de asimilación y de memoria mucho mayor por una razón muy simple: eran analfabetos.
¿Fue la «Dolonía» una artificial incorporación de alguno de estos gramáticos? ¿Simuló, por medio de la escritura, el estilo de la poesía oral y las fórmulas mnemotécnicas para crear el efecto de un fragmento genuino que corresponde a la época de composición del resto del poema? La «Dolonía» es un gran ejemplo para comprender algo que se nos olvida: muchos de los grandes textos, que hoy veneramos como clásicos y canónicos, en realidad tienen orígenes oscuros, plurales, complejos y heterogéneos. Mucho de lo que ahora consideramos «genuino» y hasta «sagrado», no lo fue del todo en sus orígenes.
La ausencia de Dolón como presagio
Hay que imaginar a los troyanos esperando en vano el regreso de Dolón y comprendiendo que la misión ha fracasado. Lo han capturado, le han extraído información sensible y lo han ejecutado. Pensándolo bien, el pasaje anticipa no sólo la posterior caída de Troya (que hasta ese momento parece impensable), sino la necesidad de artimañas y nocturnas para que la voluntad de Zeus finalmente se manifieste en su dimensión completa. Aún falta mucho para que Aquiles deponga la cólera, pero el destino va preparando el terreno con discreción y sutileza. Otro acierto de la i Interpolación es la bella noción de que una guerra tan cruenta, larga y compleja como esta, no puede ganarse sin incursiones así. A Dolón lo agarro el sereno y de noche todos los gatos son pardos. Una guerra tiene niveles desiguales y campos de operaciones muy distintos; Al final, todos resultan fundamentales para imponerse al enemigo. El valor más luminoso también debe complementarse con estrategias engañosas, disuasorias y hasta viles. Homero sabía que la tensión narrativa se hallaba oculta en sus reticencias; Sabía que el oyente (y el posterior lector) necesita ser preparado progresivamente para que los acontecimientos acaben calando y puedan ser mejor asimilados. Siempre tiene presente a su público y el relato responde a esa capacidad de efecto poético.
Hay algo en la guerra que atrae mucho al ser humano: lleva la vida hasta los límites para extraer la savia emocional hasta que brote y se haga audible en forma de poesía. Los dioses y el destino hacen con nosotros lo que quieren, pero también nos permiten un mínimo margen de maniobra; por ejemplo, nos dejan elegir cómo afrontar cada una de las adversidades que nos reservan. Al final, madurar supone aceptar la derrota vital definitiva: estamos condenados a un paso fugaz por el mundo. Pero esa certeza hace que ironía y ternura acaben confluyendo en el poema y sea difícil separarlas. Por lo demás, Zeus necesita aligerar el peso del mundo y para ello nada más idóneo que una gran guerra, que dará origen a muchas desventuras. Una vez más, estas desventuras inspirarán el material para el canto poético de las generaciones venideras.