AGAMENÓN, CICLO TROYANO, LA GARCETA DE LA RIBERA“No es esta la primera ocasión que Homero advierte cuentos conductas poco habituales, pero muy humanas, que pueden sorprender, incluso, al mismo protagonista. Recordemos el episodio cuando Agamenón, como clímax de una serie de despropósitos producidos por sus irrefrenables ansias de poder y obediencia, además de codicia y envidia al héroe más respetado por los capitanes griegos, roba la esclava Briseida de la tienda de Aquiles y desencadena su justa ira, motivo tan importante que da inicio a Ilíada”
Por MARÍA PILAR PUIG MARES
La polvareda que levantaban envolvíales el pecho como una nube o un torbellino,
y las crines ondeaban al soplo del viento.
Los carros unas veces tocaban al fértil suelo y otras, daban saltos en el aire;
los aurigas permanecían en las sillas con el corazón palpitante por el deseo de la victoria.
Homero. Ilíada. Canto XXIII
Preámbulo
Los últimos capítulos de Ilíada están ocupados por episodios de gran patetismo: la muerte de Héctor (Canto XXII) y su rescate (Canto XXIV); pero entre ellos se desarrolla el canto dedicado al imponente funeral dispensado por Aquiles a su amigo Patroclo, tan cargado de emociones fuertes, en ocasiones muy violentas, pero otras de conmovedora ternura, como el momento cuando Aquiles corta su cabellera y la pone en las manos del difunto, sellando simbólicamente su “muerte” como héroe y la propia muerte física; es el preludio de la conmoción depresiva propiciada por el abatimiento de alma tras la asunción de estas realidades; cuya imagen tangible la da ese triste Aquiles sentado frente al fuego, en soledad y llorando quedamente, como a la espera de Príamo en busca de Héctor, para entregarlo y cumplir los mandatos divinos.
Apenas consumidas las pavesas de la pira que abrieron al alma de Patroclo su camino al Hades, y erigido un monumento a su memoria, Aquiles volvió a reunir a los guerreros, los hizo sentarse en lugar escogido hábilmente a manera de asamblea y sacó de su tienda los premios destinados a los vencedores de los juegos en honor del difunto: carrera de carros, pugilato, lucha, dardos. El tono de este episodio es muy diferente del patetismo de los que lo enmarcan, aunque se viene con las técnicas narrativas de la épica, porque podría pasar por mera distracción para aliviar las tensiones del texto y de la audiencia. Pero Homero, el maestro, no puede arruinar una ocasión tan magnífica para educar a su sociedad. Observaremos, pues, en el episodio el conocido como “Juegos en honor de Patroclo”, inserto en el canto XXIII, un ejemplo del comportamiento esperado de un joven en formación.
Aquí atenderemos a lo acontecido en uno de estos juegos, la carrera de carros, donde apreciamos una conducta asimilada a la esfera de eventos inesperados propios de los seres humanos, cuya materialización reclama la atención de Homero porque, sin duda, también eran parte de las preocupaciones de su propia sociedad.
No es esta la primera ocasión que Homero advierte cuentos conductas poco habituales, pero muy humanas, que pueden sorprender, incluso, al mismo protagonista. Recordemos el episodio cuando Agamenón, como clímax de una serie de despropósitos producidas por sus irrefrenables ansias de poder y obediencia, además de codicia y envidia al héroe más respetado por los capitanes griegos, roba la esclava Briseida de la tienda de Aquiles y desencadena su justa ira, motivo tan importante que da inicio a Ilíada: “Canta, oh diosa, la cólera del Pélida Aquiles; cólera funesta que provocó infinitos males a los aqueos y precipitó al Orco muchas almas valerosas…”.
Este asunto ha sido muy estudiado, entre otros, por ER Dodds en su obra. Los griegos y lo irracionalcuyo primer capítulo titula “La explicación de Agamenón”. Luego del robo de Briseida y del maltrato al sacerdote de Apolo, Crises, el dios envía peste nefasta al campamento acuático, además de desastres en las batallas. Aquiles no volverá a pelear hasta que Agamenón le pida perdón y compense su pérdida. Así deberás hacerlo Agamenón, asumiendo su error y la vergüenza causada por conducta tan ominosa; las palabras del atrida son reveladoras: “No fui yo la causa de aquella acción, sino Zeus, y mi destino y la Erinia que anda en la oscuridad: ellos fueron los que en la asamblea pusieron en mi entendimiento fiera. comió el día que arbitrariamente arrebató a Aquiles su premio. ¿Qué podía hacer yo? La divinidad siempre prevalece”.
Dodds, en líneas generales, resume el caso así:
“Lectores modernos demasiado apresurados han despachado en ocasiones estas palabras de Agamenón interpretándolas como una débil excusa o evasión de responsabilidad. No así, que yo sepa, para los que leen cuidadosamente. Evasión de responsabilidad en el sentido jurídico, no lo son ciertas esas palabras; porque al fin de su discurso Agamenón ofrece una compensación fundándose precisamente en eso: “Pero puesto que me cegó la ate (error, ceguera del entendimiento, desgracia) y Zeus me arrebató el juicio, quiero hacer las paces y dar abundante compensación”. Si hubiera obrado en virtud de su propia volición, no podría reconocer tan fácilmente que no tenía razón; dadas las circunstancias, está dispuesto a pagar por sus actos. Desde el punto de vista jurídico, su posición sería la misma en uno y otro caso; porque la antigua justicia griega no se cuidaba para nada de la intención; era el acto lo que importaba. Tampoco está inventando hipócritamente una coartada moral; porque la víctima de su acción adopta respecto a ésta el mismo punto de vista. “Padre Zeus, grandes hijos en verdad las atai que das a los hombres. De otro modo, el hijo de Atreo jamás se habría empeñado en excitar el timo (pasión, ira, venganza) en mi pecho, ni se habría llevado tercamente a la muchacha contra mi voluntad”. Podría pensarse que Aquiles está admitiendo aquí cortésmente una ficción a fin de cubrirle al Rey las apariencias. Pero no…”.
Con estas notas en la memoria, veamos cuanto ocurre entre Antíloco y Menelao durante la carrera de carros, y constituye, al menos así lo entiendo, una repetición, menos significativa en lo general, pero muy importante para la construcción de la individualidad de un joven en su proceso de aprender a vivir como ser integral dentro de su sociedad.
La carrera de carros
Aquiles dispone ante los guerreros los premios dedicados a los vencedores de la carrera y convoca a los competidores. Previamente ha elegido el tramo a recorrer, inspeccionando sus dificultades y situado a Fénix en un altozano como juez de la contienda.
Como ya nos tiene acostumbrados Homero, todos los premios son relevantes e, incluso, pudieron intercambiarse, pues no valen por lo que son sino por lo que representan o la historia que los preceden. Por tanto, los aurigas no desean la victoria por el valor material de los objetos sino por su significado; por honor y fama.
Alentados por esto, acuden a quienes se consideran los mejores: Eumelo, que descollaba en el arte de guiar el carro; el fuerte y hábil Diomedes Tidida. El rubio Menelao. Luego Antíloco, hijo ilustrador del magnánimo Néstor. Y Meriones, que “fue el quinto en aparejar los caballos de hermoso pelo”.
El prudente Néstor aconseja a su hijo sobre cómo debe conducir su carro, guiando los caballos con coraje, pericia y cuidado, pero sin dejarse llevar por un irracional deseo de mostrar sagacidad y bravura; de esta manera, acaso los dioses le permitirán obtener el premio merecido, porque hay aurigas y caballos más expertos y veloces. Dice Néstor:
(…) piensa en emplear toda clase de habilidades para que los premios no se te escapen. La meta de ahora es muy fácil de conocer. Un tronco seco de encina o de pino (…) sobresale un codo de la tierra; encuéntranse a uno y otro lado del mismo, cuando el camino acaba, sendas piedras blancas; y luego el terreno es llano por todas partes y propio para las carreras de carros (allí) den la vuelta casi tocándola carro y caballos; (…) pero guárdate de chocar con la piedra: no sea que hieras a los corceles, rompas el carro y cause el regocijo de los demás y la confusión de ti mismo. Procura, oh querido, ser cauto y prudente.
Comienza la carrera bajo la guía de los dos más preciados aurigas: Diomedes y Eumelo, a quienes propician y perjudican a Atenea y Apolo. Así, cuando el dios hace caer el fuete de las manos de Diomedes y percatarse de Atenea, ella rompe los ejes del carro de Eumelo, al tiempo que restituye el látigo a su protegido. Comienza entonces el reto particular entre Menelao y Antíloco. Menelao corre delante, pero amaina la velocidad cuando se acerca al peligroso estrecho referido por Néstor; Sin embargo, Antíloco lo adelanta imprudentemente y lo cerca estando a punto de que ambos carros salten por los aires. Un Menelao iracundo por el riesgo inútil al que la temeridad de Antíloco los exponen, lo increpa así: «¡Antíloco! De temerario modo guías el carro. Detén los corceles; que ahora el camino es angosto, y en seguida, cuando sea más ancho, podrás ganarme la delantera. No sea que choquen los carros y seas causa de que recibamos daño.» Pero Antíloco, ciego ante la posibilidad del triunfo, hace caso omiso de la advertencia y llega a la meta unos segundos antes que Menelao, pero luego de Diomedes, siempre favorecido por Atenea. Ha obtenido un honroso segundo lugar compitiendo contra héroes mayores y de amplia fama y méritos. Bien puede alegrarse. En cuarto lugar, se presenta Meriones y por último Eumelo, arrastrando él mismo su carro y caballos.
Los premios
El vencedor toma enseguida sus trofeos y se funde entre sus amigos; pero Aquiles, antes de ceder el segundo premio a Antíloco, pregunta a la asamblea de héroes si no sería honorable reconocer a Eumelo con el premio al segundo lugar, pues ha hecho gala de virtud y decoro al cumplir su compromiso de llegar a la meta, aunque sea en el último lugar y arrastrando a fuerza viva carro y caballos. La asamblea otorga su beneficio. Sin embargo, Antíloco se opone, con todo derecho, pues él ha arribado en segundo lugar. El hecho de que un joven se oponga a la voluntad de Aquiles y la asamblea habla muy bien de él, de su respeto por sí mismo y por las normas establecidas y con las cuales todos se comprometieron antes de iniciar la carrera. Se expresa con sensatez y firmeza: «¡Oh Aquiles! Mucho me enfadaré contigo si llevas a cabo lo que dices. Vas a quitarme el premio, atendiendo a que recibió daño su carro y los veloces corceles y él es esforzado (…) Si le compadeces y es grato a tu corazón (entrégale) un premio aún mejor que éste, para que los aqueos te alaben. Pero la yegua no la daré, y pruebe de quitármela quien desee llegar a las manos conmigo».
Podemos entender a Antíloco como un joven noble, valiente aspirante a héroe guerrero, que busca también satisfacer todo cuanto su sociedad espera de él. Tiene, sin duda, compromisos con la fama de sus ancestros, con su propio padre, Néstor, quien no pierde ocasión para recordar sus glorias pasadas y lo mucho que a su valor deben los aqueos. Incluso, podemos pensar en él como en un chico mimado y protegido por los más grandes héroes, los viejos amigos de su padre y los de otras generaciones criadas bajo su influjo y ejemplo de valor y rectitud. Por eso no podrá extrañarnos su necesidad de sobresalir en las competiciones, siempre entrenamientos bélicos. Por supuesto, los juegos, las contiendas diversas van formando el carácter y el cuerpo, igualmente van acopiando datos para alimentar la fama, tan indispensables para cualquier héroe guerrero como para el ciudadano relevante y miembro de la asamblea ciudadana, donde los hombres reciben gloria. Sí, Antiloco está buscando su lugar entre los suyos, le es necesario para saberse y apreciarse a sí mismo. Y Homero nos concede la gracia de verlo crecer y mostrarse hombre ante nuestros ojos. Por ello, dice el poeta, «Sonrióse el divino Aquiles, el de los pies ligeros, holgándose de que Antíloco se expresara en tales términos, porque era amigo suyo; y en respuesta, díjole estas aladas palabras: ¡Antíloco! Me ordenas que dé a Eumelo otro premio, sacándol o de mi tienda, y así lo haré».
Clímax
Pero Homero ha hecho que oyentes y lectores sepamos cuanto Aquiles ignora, la trampa temeraria mediante la cual el joven avanzó sobre Menelao. Por eso, muy indignado, la atrida pide el cetro de mando, y transforma la concentración de hombres en verdadera asamblea; antes de revelar el secreto de Antíloco: «(…) levantóse Menelao, afligido en su corazón y muy irritado contra Antíloco. El heraldo le dio el cetro, y ordenó a los argivos que callaran. Y el varón igual a un dios, habló diciendo ¡Antíloco! Tú, que antes eras sensato¿qué has hecho? Desluciste mi habilidad y atropellaste mis corceles, haciendo pasar delante a los tuyos, que son mucho peores. ¡Ea, capitanes y príncipes de los argivos! Juzgadnos imparcialmente a entrambos (pero) si queréis, yo mismo lo decidiré; y creo que ningún dánao me podrá reprender, porque el fallo será justo. Ea, Antíloco, (y) como es costumbre, delante de los caballos y el carro, teniendo en la mano el látigo flexible (…) jura por el que ciñe la tierra, que si detuviste mi carro fue involuntariamente y sin dolo».
Sin duda, Antiloco está en una situación comprometida, un momento culmen que podrá repercutir en toda su vida posterior. Debe elegir entre jurar en falso y conservar la gloria (relativa) del segundo premio y pecar ante los dioses o hacerse responsable por sus actos, lo cual significa un reconocimiento de sí mismo, de su errada conducta y del origen de esta. Elige, tras su anagnórisis, hacerse cargo de su proceder, asumir las consecuencias de sus actos. Con lo cual, crece y se encamina con mejores pasos a la adultez. El poeta recoge la respuesta del prudente Antíloco: «Perdóname, oh rey Menelao, pues soy más joven y tú eres mayor y más valiente. No te son desconocidas las faltas que comete un mozo, porque su pensamiento es rápido y su juicio escaso. Apacígüese, pues, tu corazón: yo mismo te cedo la yegua que he recibido; y si de cuanto tengo me pidieras algo de más valor que este premio, preferiría dártelo en seguida, a perder para siempre tu afecto y ser culpable ante los dioses». Así habló, y conduciendo la yegua donde estaba el Atrida, se la puso en la mano. Antíloco asume su propia comiósu error, que podría haberlo precipitado a la fatalidad destructiva de la hibris (orgullo excesivo, soberbia, desmesura).
Desenlace
A Menelao se le alegró el alma. Pero la alegría de Menelao, parece evidente, no proviene ni de recibir el premio ni de ser reconocido como mejor auriga sino por comprobar que en Antíloco habitan valores nítidos y consistentes, indispensables para el buen gobierno; por ello, «(…) como el rocío cae en torno de las espigas cuando las mieses crecen y los campos se erizan; del mismo modo, oh Menelao, tu espíritu se bañó en gozo. Y respondiéndole, pronunció estas aladas palabras: ¡Antíloco! Aunque estaba irritado, séré yo quien ceda; porque hasta aquí no ha sido imprudente ni ligero y ahora la juventud venció a la razón. Abstente en lo sucesivo de suplantar a los que te son superiores (…) Accederé, pues, a tus súplicas y te daré la yegua, que es mía.para que éstos sepan que mi corazón no fue nunca ni soberbio ni cruel».
Todos han considerado la conducta errada de Antíloco como un exceso del honorable deseo de sobresalir; la asumen como una imprudencia circunstancial, debida al deseo de gloria instigado por la irracionalidad juvenil. Pero seguramente no sería disculpada —ni lo será en el futuro— si la conducta se debía a un rasgo arraigado del carácter.
La anagnórisis (agnición, reconocimiento) de Antíloco, y consecuente metanoia (transformación espiritual), procuran el éxito de la iniciación del joven en la adultez, con el correspondiente reconocimiento de sus iguales como hombre cabal y valiente. El plan de Homero se cumplió; así se desprende de las palabras de Aquiles y Menelao, y la risueña simpatía que el poeta les infunde.
Nada queda por decir. El poeta y sus héroes cierran el asunto sin más comentarios ni retorcimientos. Y Aquiles muestra los premios para la competencia de pugilato…